Introducción II: Circunstancias decisivas

Circunstancias decisivas

Todo lo que para mí tiene importancia profesional, per­sonal y espiritual, lo he aprendido en mi trabajo como in­tuitiva médica. Pero cuando estaba estudiando iba lanzada en una dirección muy distinta. Rebosante de ambición, es­tudié periodismo, y en el primer año de carrera decidí que ganaría el premio Pulhzer antes de cumplir los treinta. El problema de este plan, como descubrí cuando estaba en mi primer trabajo en un periódico, era que carecía del talento necesario para hacer un reportaje de éxito.

Dejé el trabajo en el periódico, pero no me resignaba a aceptar la idea de que mi único sueño profesional, ser escritora, no se hiciera realidad. Al no tener ningún otro sueño de reserva, caí en una depresión tóxica, viscosa, una clásica «noche oscura del alma». Durante los peores meses, dormía hasta tarde y después, sentada en el suelo de mi despacho, en casa, contemplaba artículos para revistas a medio escribir.

Una mañana, cuando acababa de despertar de un pro­fundo sueño, todavía en ese nebuloso estado entre el sueño y la vigilia, me abrumó la sensación de que había muerto y que sólo estaba recordando mi vida. Me sentí agradecida de que ésta hubiera acabado. Cuando finalmente abrí los ojos y me di cuenta de que estaba viva, sentí náuseas y me pasé el resto de la mañana vomitando mi decepción. Agotada, vol­ví a la cama para tratar de averiguar en qué había fallado al planear mi vida. En ese momento recordé repentinamente un trabajo que nos mandaron hacer en una clase de perio­dismo.

La profesora había dedicado bastante tiempo a subrayar la importancia de la objetividad para hacer un buen reporta­je periodístico. Ser objetivo, nos dijo, significa mantenerse emocionalmente distanciado del tema sobre el que se está ha­ciendo el reportaje, y atenerse solamente a los «hechos» que describen o explican la situación. Nos pidió que nos imagináramos un edificio en llamas y a cuatro periodistas situa­dos cada uno en una esquina distinta para cubrir la informa­ción sobre el suceso. Cada uno tendría una perspectiva distinta del mismo incendio. Cada uno entrevistaría a per­sonas de la esquina donde estaba. La pregunta que nos plan­teó la profesora fue: ¿Qué periodista conoce los hechos rea­les y tiene el punto de vista correcto? Es decir, ¿cuál de ellos veía la verdad?

De pronto ese sencillo trabajo de hacía años adquirió un tremendo sentido simbólico. Tal vez la «verdad» y la «reali­dad» eran sólo cuestión de percepción. Tal vez había estado mirando la vida con un solo ojo, viendo el edificio desde una sola esquina y hablando con personas que también carecían de profundidad en su percepción. Comprendí que tenía que abrir el otro ojo ysalir de esa esquina.

Entonces mi agotada y frustrada mente dio otro salto atrás. Al año siguiente de graduarme en el instituto, fui a Alas­ita a trabajar durante el verano. Un grupo de buenas amigas y yo atravesamos el país desde Chicago, mi ciudad, hasta Seattle, donde embarcamos en un trasbordador que nos llevaría por el paso entre las islas hasta Hanes. El viaje duró tres días, y ninguna pegó ojo durante el trayecto, de modo que cuan­do llegamos a nuestro destino casi veíamos doble.

En el muelle nos esperaba un hombre que nos llevó en camioneta hasta el hotel de la localidad. Subimos a las habi­taciones y nos dejamos caer en la cama. Todas se quedaron dormidas inmediatamente, pero yo no podía conciliar el sue­ño. Estaba tan nerviosa que salí del hotel y comencé a vagar por la ciudad. De pronto me vio el conductor de la camio­neta y se detuvo para preguntarme adonde iba. Le dije que había salido a dar un paseo. Me invitó a subir, cosa que hice, y me llevó hasta una vieja casa de madera de dos plantas. «Su­be a la primera planta —me dijo—. La mujer que vive allí se llama Rachel. Conversa con ella un rato, y después yo ven­dré a recogerte.»

Actualmente, en Chicago, hacer eso se consideraría bas­tante peligroso, pero en aquellos momentos mi capacidad de razonar estaba ofuscada por el agotamiento y mi fascinación por Alaska, así que hice lo que me sugería; subí la escalera y llamé a la puerta. Me abrió una mujer indígena de algo más de ochenta años, Rachel.

—Bueno, pasa. Te prepararé té.

Así es la cortesía en Alaska: una hospitalidad afable, con­fiada, acogedora. Rachel no pareció sorprendida al verme ni actuó como si yo fuera una molestia. Para ella era una cosa normal que alguien se presentara en su casa a tomar té y con­versar.

Me senté medio dormida, y tuve la sensación de encontrarme en dos mundos distintos. La mitad del apartamento estaba decorado con objetos típicos de la cultura rusa: ico­nos de la Virgen Negra, un samovar en el que Rachel estaba preparando el té y cortinas de encaje ruso. La otra mitad era de un estilo atapasco puro; entre otras cosas, había un pe­queño tótem y una manta india colgada de la pared.

Rachel levantó la vista del samovar y vio que yo estaba mirando el tótem.

— ¿Sabes leer un tótem? —me preguntó.

—No. No sabía que se pueden leer.

—Ah, pues sí que se leen. Los tótems son afirmaciones espirituales sobre los guardianes de la tribu. Mira ése. El ani­mal de arriba es el oso. Eso significa que el espíritu del oso es el que guía a nuestra tribu; el oso es fuerte, inteligente pa­ra acechar a su presa, pero jamás mata sólo por matar, sino para protegerse, y necesita largos períodos de sueño para re­cuperar su fuerza. Hemos de imitar a ese espíritu.

Al oír esas palabras desperté. Me encontraba ante una buena profesora, y una buena profesora me induce a prestar atención al instante.

Rachel me contó que era mitad rusa y mitad atapasca, y que vivía en Alaska desde mucho antes que ésta se convir­tiera en estado de Estados Unidos. Contándome, aunque brevemente, cosas de su vida y de las tradiciones espiritua­les atapascos, aquella mujer cambió para siempre mi vida.

— ¿Ves esa manta colgada de la pared? Esa manta es muy especial. En la cultura atapasca es un gran honor ser tejedor de mantas o escritor de canciones, o tener cualquier otra ocu­pación. Hay que tener el permiso del escritor para cantar sus canciones, porque estas contienen su espíritu. Y si eres teje­dora de mantas, te está prohibido comenzar una a no ser que sepas que vas a vivir el tiempo suficiente para terminarla. Si descubres que necesitas morir (eso dijo, «si necesitas mo­rir»), debes celebrar una ceremonia con otra persona que es­té dispuesta a terminar esa tarea en tu lugar, porque no puedes dejar una parte de tu trabajo inconcluso al morir. Si lo haces, dejas atrás unaparte de tu espíritu.

»Esa manta estaba casi terminada cuando el Gran Espí­ritu se le apareció en sueños a la mujer que la estaba hacien­do y le dijo que se preparara para dejar la Tierra. Ella le pre­guntó al Espíritu si podría vivir lo suficiente para terminar la manta, y el Espíritu le dijo que sí, que se le concedería ese tiempo. Murió dos días después de terminarla. Su espíritu está en esa manta y me da fuerzas.

Según Rachel, la vida es muy sencilla:

—Nacemos a la vida para querernos mutuamente y que­rer a la Tierra. Después recibimos el aviso de que nuestra vi­da llega a su fin, y debemos disponer lo necesario para par­tir sin dejar atrás ningún «asunto inconcluso». Hay que pedir disculpas, transmitir las responsabilidades tribales y aceptar de la tribu su gratitud y amor por el tiempo que hemos pa­sado con ella. Así de sencillo.

Se quedó callada un momento para servir el té y después continuó:

—Mañana por la noche iré a una ceremonia, una fiesta llamada potintcb.Un hombre se está preparando para dejar la Tierra y va a regalar todas sus pertenencias a la tribu. Pon­drá sus ropas y herramientas en una gran bandeja y la tribu aceptará simbólicamente sus pertenencias, lo que significa que él será liberado de todas sus responsabilidades con la tri­bu para poder terminar el trabajo de su espíritu. Después nos dejará.

Yo estaba muda de asombro por la actitud serena y tran­quila de Rachel, sobre todo por la naturalidad con que ha­blaba de la muerte. ¿Dónde estaba ese temor al que yo esta­ba tan acostumbrada en mi cultura? Rachel acababa de destrozar todo mi mundo tal como yo lo entendía, en parti­cular mi concepto de la dimensión espiritual de la vida, o de Dios. Hablaba con la naturalidad de una lluvia de verano. Deseé desechar las verdades que me había ofrecido mientras tomábamos el té como si no fueran más que creencias pri­mitivas, pero mi instinto me dijo que ella conocía a un Dios muchísimo más real que el mío.

— ¿Cómo sabe ese hombre que se va a morir? —le pre­gunté—. ¿Está enfermo?

—Fue a ver al hechicero. El hechicero le miró la energía, y ésta le dijo lo que le ocurría.

— ¿Cómo sabe esas cosas el hechicero?

Ella pareció impresionada por mi ignorancia. Me miró a los ojos.

—Dime, ¿cómo es que tú no sabes estas cosas? ¿Cómo puedes vivir sin saber lo que hace y lo que te dice tu espíri­tu? Todo el mundo va a ver al hechicero para saber lo que le dice su espíritu—añadió—.Hace unos años el hechicero me dijo: «Pronto te romperás una pierna si no caminas mejor.» Yo sabía que no se refería a mí caminar físico. Quería decir que yo no era honesta porque deseaba al hombre de otra mu­jer. Debía dejar de ver a ese hombre. Me resultó difícil por­que yo lo amaba. Pero mi espíritu estaba enfermando por esa falta de honestidad. Me marché de aquí y estuve fuera du­rante un tiempo, y cuando volví caminé derecha.

Sentí unos deseos locos de quedarme una temporada con Rachel para aprender más de ella. Me ofrecí a limpiarle la ca­sa, hacer recados, cualquier cosa. Pero cuando vino a recogerme el hombre de la camioneta ella me despidió y nunca volví a verla. Cuando subí a la camioneta el hombre me co­mentó: «Rachel es algo especial, ¿verdad?»

Cuando volví a casa ese otoño, llegó mi cuerpo sin mi es­píritu. Tardé meses en volver a reunirlos. Antes de conocer a Rachel no había pensado nunca en el poder del espíritu tal co­mo lo explicaba ella. Jamás había pensado que entretejemos nuestro espíritu en todo lo que hacemos y en todas las per­sonas que conocernos. Tampoco había pensado que las elec­ciones que hago en la vida expresan mi espíritu o afectan a mi salud.

Ahora comprendo que la historia de la curación emo­cional y física de Rachel es un buen ejemplo de cómo pode­mos cambiar nuestra vida utilizando la visión simbólica. Aunque no lo supe entonces, la tarde que pasé con ella me abrió las puertas a lo que luego sería la intuición médica. Si bien no comenzaría mi trabajo en este campo hasta pasados ocho años, el recuerdo de ella me sacó de mí depresión post-periodística y me puso en un camino diferente. Decidí estu­diar teología en un departamento de graduados, con la es­peranza de que eso me daría una perspectiva más amplia, semejante a la de Rachel, y me serviría para liberarme por fin de mi visión de una esquina de la calle, mis ideas preconce­bidas y mis limitaciones mentales. Tal vez el Dios que yo co­nocía no era el Dios que existía en realidad, ya que cierta­mente no escuchaba las oraciones que le dirigía para que me convirtiese en una escritora. Tal vez el Dios que aún no co­nocía mostraría más interés.

Empecé a estudiar teología en un estado de crisis, sin­tiéndome impotente por primera vez en mi vida. De todos modos, termine un doctorado en el estudio del misticismo y la esquizofrenia, el encuentro con la locura en el camino ha­cia la cordura espiritual. Después me daría cuenta de que esa misma sensación de impotencia me llevó a estudiar el poder, porque las vidas de los místicos son enseñanzas sobre la aflic­ción y la discapacitación espiritual, seguidas de un renaci­miento a nuevas relaciones con el poder. Tras puertas cerra­das, a través de la angustia y el éxtasis, los místicos logran acceder al espíritu de un modo tan profundo que les permi­te insuflar energía, una especie de electricidad divina, a las palabras y los actos corrientes. Se vuelven capaces de sanar a otros mediante actos de amor, perdón y fe auténticos.

De algunos de los místicos más conocidos de la cultura cristiana, san Francisco de Asís, santa Clara de Asís, Juliana de Norwich, santa Teresa de Ávila, santa Catalina de Siena y el padre Pío, más contemporáneo, se dice que están en un continuo e íntimo diálogo con Dios, que viven en una clari­dad que trasciende con mucho la conciencia normal. Para ellos elmundo de «detrás de los ojos» es infinitamente más real que el mundo que tienen delante de los ojos. Las per­cepciones de los místicos sobre la realidad y el poder difie­ren de las de las personas corrientes. En el lenguaje del cris­tianismo, los místicos «están en el mundo pero no son del mundo». En el lenguaje del budismo yel hinduismo, están desligados de las ilusiones del mundo físico; pueden ver sim­bólicamente, con claridad, porque están despiertos. (La pala­bra budasignifica "el que está despierto».) Si bien el camino para lograr ese grado de conciencia y claridad puede resultar arduo, por mucha aflicción física que encontraran estos mís­ticos en su camino, ninguno de ellos pidió jamás volver a la conciencia ordinaria.

Cuando recurro a la intuición y la visión simbólica para ayudar a alguien a ver por que ha enfermado, suelo pensar en la vida de los místicos, sobre todo en la relación de la per­sona con el poder. Cuando era novata en la intuición, no es­tablecía la conexión entre enfermedad, curación y poder per­sonal, pero ahora creo que el poder es el fundamento de la salud. Mi objetividad, mi perspectiva simbólica de la vida, me sirve para evaluar la relación de la persona con el poder y el modo en que esto influye en su cuerpo y su espíritu.

Actualmente empleo el lenguaje de Rachel para decir a las personas que han entretejido su vida en cosas negativas y que, para recuperar la salud, necesitan retirarse por un tiem­po, hacer que su espíritu vuelva y aprender nuevamente a ca­minar derechas. Ojalá pudiéramos seguir estas instrucciones tan sencillas, porque nuestro espíritu contiene realmente nuestra vida y nuestras opciones en la vida. Entretejemos re­almente nuestro espíritu en los acontecimientos y las rela­ciones de nuestra vida. La vida es así de sencilla.