El 7 de mayo de 1937 la ciudad de Nueva York presenció la más sensacional caza de un hombre jamás conocida en esta metrópoli. Al cabo de muchas semanas de persecución, Dos Pistolas Crowley —el asesino, el pistolero que no bebía ni fumaba— se vio sorprendido, atrapado en el departamento de su novia, en la Avenida West End.
Ciento cincuenta agentes de policía y pesquisas pusieron sitio a su escondite del último piso. Agujereando el techo, trataron de obligar a Crowley, el matador de vigilantes, a que saliera de allí, por efectos del gas lacrimógeno. Luego montaron ametralladoras en los edificios vecinos, y durante más de una hora aquel barrio, uno de los más lujosos de Nueva York, reverberó con el estampido de los tiros de pistola y el tableteo de las ametralladoras. Crowley, agazapado tras un sillón bien acolchado, disparaba incesantemente contra la policía. Diez mil curiosos presenciaron la batalla. Nada parecido se había visto jamás en las aceras de Nueva York.
Cuando Crowley fue finalmente capturado, el jefe de Policía Mulrooney declaró que el famoso delincuente era uno de los criminales más peligrosos de la historia de Nueva York. «Es capaz de matar —dijo— por cualquier motivo».
Pero ¿qué pensaba Dos Pistolas Crowley de sí mismo? Lo sabemos, porque mientras la policía hacía fuego graneado contra su departamento, escribió una carta dirigida: «A quien corresponda». Y al escribir, la sangre que manaba de sus heridas dejó un rastro escarlata en el papel. En esa carta expresó Crowley:
Tengo bajo la ropa un corazón fatigado, un corazón bueno: un corazón que a nadie haría daño.
Poco tiempo antes Crowley había estado dedicado a abrazar a una mujer en su automóvil, en un camino de campo, en Long Island. De pronto un agente de policía se acercó al coche y dijo: «Quiero ver su licencia».
Sin pronunciar palabra, Crowley sacó su pistola y acalló para siempre al vigilante con una lluvia de plomo. Cuando el agente cayó, Crowley saltó del automóvil, empuñó el revólver de la víctima y disparó otra bala en el cuerpo tendido. Y éste es el asesino que dijo: «Tengo bajo la ropa un corazón fatigado, un corazón bueno: un corazón que a nadie haría daño».
Crowley fue condenado a la silla eléctrica. Cuando llegó a la cámara fatal en Sing Sing no declaró, por cierto: «Esto es lo que me pasa por asesino». No. Dijo: «Esto es lo que me pasa por defenderme».
La moraleja de este relato es: Dos Pistolas Crowley no se echaba la culpa de nada.
¿Es ésta una actitud extraordinaria entre criminales? Si así le parece, escuche lo siguiente:
He pasado los mejores años de la vida dando a los demás placeres ligeros, ayudándoles a pasar buenos ratos, y todo lo que recibo son insultos, la existencia de un hombre perseguido.
Quien así habla es Al Capone. Sí, el mismo que fue Enemigo Público Número Uno, el más siniestro de los jefes de bandas criminales de Chicago. Capone no se culpa de nada. Se considera, en cambio, un benefactor público: un benefactor público incomprendido a quien nadie apreció.
Y lo mismo pensaba Dutch Schultz antes de morir por las balas de otros pistoleros en Newark. Dutch Schultz, uno de los más famosos criminales de Nueva York, aseguró en una entrevista para un diario que él era un benefactor público. Y lo creía.
He tenido interesante correspondencia con Lewis Lawes, que fue alcaide de la famosa cárcel de Sing Sing, en Nueva York, sobre este tema, y según él:
… pocos de los criminales que hay en Sing Sing se consideran hombres malos. Son tan humanos como usted o como yo. Así raciocinan, así lo explican todo. Pueden narrar las razones por las cuales tuvieron que forzar una caja de hierro o ser rápidos con el gatillo. Casi todos ellos intentan, con alguna serie de razonamientos, falaces o lógicos, justificar sus actos antisociales aún ante sí mismos, y por consiguiente mantienen con firmeza que jamás se les debió apresar.
Si Al Capone, Dos Pistolas Crowley, Dutch Schultz, los hombres y mujeres desesperados tras las rejas de una prisión no se culpan por nada, ¿qué diremos de las personas con quienes usted, lector, o yo, entramos en contacto?
John Wanamaker, fundador de las tiendas que llevan su nombre, confesó una vez:
… hace treinta años… he aprendido que es una tontería regañar a los demás. Bastante tengo con vencer mis propias limitaciones sin irritarme por el hecho de que Dios no ha creído conveniente distribuir por igual el don de la inteligencia.
Wanamaker aprendió temprano su lección; en cambio, yo he tenido que ir a los tumbos por este mundo durante un tercio de siglo antes de que empezara a amanecer en mí la idea de que noventa y nueve veces de cada cien ningún hombre se critica a sí mismo por nada, por grandes que sean sus errores.
La crítica es inútil porque pone a la otra persona en la defensiva, y por lo común hace que trate de justificarse. La crítica es peligrosa porque lastima el orgullo, tan precioso de la persona, hiere su sentido de la importancia y despierta su resentimiento.
El mundialmente famoso psicólogo B. F. Skinner comprobó, mediante experimentación con animales, que premiando la buena conducta los animales aprenden más rápido y retienen con más eficacia que castigando la mala conducta. Estudios posteriores probaron lo mismo aplicado a los seres humanos. Por medio de la crítica nunca provocamos cambios duraderos, y con frecuencia creamos resentimiento.
Hans Selye, otro gran psicólogo, dijo:
Tanto como anhelamos la aprobación, tememos la condena.
El resentimiento que engendra la crítica puede desmoralizar empleados, miembros de la familia y amigos, y aun así no corrige la situación que se ha criticado.
George B. Johnston, de Enid, Oklahoma, es el coordinador de seguridad de una compañía de construcción. Una de sus responsabilidades es hacer que los empleados usen sus cascos siempre que estén trabajando en una obra. Nos contó que cada vez que se encontraba con un obrero sin su casco, le ordenaba, con mucha autoridad, que cumpliera con las ordenanzas. Como resultado obtenía una obediencia desganada, y con frecuencia, los hombres volvían a quitarse el casco no bien les daba la espalda.
Decidió probar un método diferente, y cuando volvió a encontrar un obrero sin el casco, le preguntó si el casco le resultaba incómodo o no le iba bien. Después le recordó, en tono amistoso, que su misión era protegerlo de heridas, y le sugirió que lo usara siempre que estuviera en la obra. El resultado de esta actitud fue una mayor obediencia a las reglas, sin resentimientos ni tensiones emocionales.
En mil páginas de la historia se encuentran ejemplos de la inutilidad de la crítica. Tomemos, por ejemplo, la famosa disputa entre Theodore Roosevelt y el presidente Taft, una disputa que dividió al Partido Republicano, llevó a Woodrow Wilson a la Casa Blanca, escribió un nuevo capítulo en la Guerra Mundial y alteró la suerte de la historia. Recordemos rápidamente los hechos: Cuando Theodore Roosevelt abandonó la Casa Blanca en 1908, ayudó a Taft a que se le eligiera como presidente y luego se fue a África a cazar leones. Al regresar estalló. Censuró a Taft por su política conservadora, trató de ser ungido candidato a una tercera presidencia, formó el Partido del Alce, y estuvo a punto de demoler el Republicano. En la elección que hubo después, William Howard Taft y el Partido Republicano vencieron solamente en dos estados: Vermont y Utah. La derrota más desastrosa jamás conocida por el partido.
Theodore Roosevelt culpó a Taft; pero ¿se consideró culpable el presidente Taft? Claro que no. Con los ojos llenos de lágrimas, dijo así: «No veo cómo podía haber procedido de otro modo».
¿A quién se ha de echar la culpa? ¿A Roosevelt o a Taft? No lo sé, francamente, ni me importa. Lo que trato de hacer ver es que todas las críticas de Theodore Roosevelt no lograron persuadir a Taft de que se había equivocado. Sólo consiguieron que Taft tratara de justificarse y que reiterase con lágrimas en los ojos: «No veo cómo podía haber procedido de otro modo».
O tomemos el ejemplo del escándalo del Teapot Dome Oil. Fue un asunto que hizo clamar de indignación a los diarios del país durante los primeros años de la década de 1920. Conmovió a la nación entera. Nada parecido había sucedido jamás en la vida pública norteamericana, al menos en la memoria contemporánea. Señalemos los hechos desnudos: Albert Fall, secretario del Interior en el gabinete del presidente Harding, tenía a su cargo ceder en arriendo las reservas petroleras del gobierno en Elk Hill y Teapot Dome, unas reservas que se habían dejado aparte para su empleo futuro por la Armada. El secretario Fall no efectuó una licitación; no, señor. Entregó directamente el contrato, un negocio redondo, jugoso, a su amigo Edward L. Doheny. Y a su vez, Doheny hizo al secretario Fall un «préstamo», según le placía llamar a esta operación, de cien mil dólares. Luego, como la cosa más natural del mundo, el secretario Fall ordenó que las fuerzas de infantería de marina que había en la zona alejaran a los competidores cuyos pozos adyacentes absorbían petróleo de las reservas de Elk Hill. Estos competidores, desalojados de sus tierras a punta de bayoneta, corrieron a los tribunales, y destaparon así públicamente el escándalo de Teapot Dome. Tal fue el clamor, que la administración Harding quedó arruinada, la nación entera se sintió asqueada, el Partido Republicano estuvo a punto de verse destruido, y Albert B. Fall purgó su condena tras las rejas de una cárcel.
Fall fue censurado crudamente, censurado como lo han sido pocos hombres públicos. ¿Se arrepintió? ¡Jamás! Años más tarde, Herbert Hoover dio a entender en un discurso público que la muerte del presidente Harding se había debido a la preocupación mental que sentía por la traición de un amigo. Cuando la Sra. Fall oyó esto, saltó de su silla, lloró, mostró los puños a su destino y gritó: «¿Qué? ¿Harding traicionado por Fall? ¡No! Mi marido jamás traicionó a nadie. Todo el oro del mundo no alcanzaría a tentar a mi esposo a cometer un delito. Él fue el traicionado; a él fue a quien crucificaron».
¡Ahí está! La naturaleza humana en acción; el malefactor que culpa a todos menos a sí mismo. Todos somos iguales. De modo que cuando usted o yo nos veamos inclinados, un día cualquiera, a criticar a alguien, recordemos a Al Capone, a Dos Pistolas Crowley y a Albert Fall. Comprendamos que las críticas son como palomas mensajeras. Siempre vuelven al nido. Comprendamos que la persona a quien queremos corregir y censurar tratará de justificarse probablemente, de censurarnos a su vez; o, como el amable Taft, de decir: «No veo cómo podía haber procedido de otro modo».
En la mañana del sábado 15 de abril de 1865, Abraham Lincoln yacía moribundo en el dormitorio de una pobre casa de hospedaje frente al Teatro Ford, donde Booth había atentado contra él. El largo cuerpo de Lincoln estaba tendido en diagonal a través de una vieja cama que era demasiado corta para él. Una mala reproducción del famoso cuadro La feria de caballos de Rosa Bonheur pendía sobre la cama, y un mortecino mechero de gas daba escasa luz amarillenta.
Cuando Lincoln agonizaba, el secretario de Guerra, Stanton, dijo:
Aquí yace el más perfecto gobernante que ha conocido jamás el mundo.
¿Cuál era el secreto de los triunfos de Lincoln en su trato con los hombres? Yo he estudiado durante diez años la vida de Abraham Lincoln, y dediqué tres años enteros a escribir y repasar un libro titulado Lincoln el Desconocido. Creo haber hecho un estudio tan detallado y minucioso de la personalidad y la vida privada de Lincoln, como es posible que haga un ser humano. Realicé un estudio especial del método de Lincoln para tratar con sus semejantes. ¿Se dedicaba a criticarlos? Sí, pues. Cuando joven, en el Valle Pigeon Creek, de Indiana, no solamente criticaba, sino que escribía cartas y poemas para burlarse de los demás, y los dejaba en los caminos campestres, en la seguridad de que alguien los encontraría. Una de esas cartas despertó resentimientos que duraron toda una generación.
Aun después de empezar a practicar leyes como abogado en Springfield, Illinois, Lincoln atacaba abiertamente a sus rivales, en cartas que publicaban los periódicos. Pero se excedió.
En el otoño de 1842 se burló de un político irlandés, vano y batallador, que se llamaba James Shields. Lincoln lo censuró crudamente en una carta anónima publicada en el Springfield Journal. El pueblo entero estalló en carcajadas. Shields, sensitivo y orgulloso, hirvió de indignación. Descubrió quién había escrito la carta, saltó en su caballo, buscó a Lincoln y lo desafió a duelo. Lincoln no quería pelear. Se oponía a los duelos; pero no pudo evitarlo sin menoscabo para su honor. Tuvo la elección de las armas. Como tenía brazos muy largos, escogió sables de caballería, tomó lecciones de esgrima de un militar de West Point y, el día señalado, él y Shields se encontraron en un banco de arena del Mississippi, dispuestos a luchar hasta la muerte. Por fortuna, a último momento intervinieron los padrinos y evitaron el duelo.
Ése fue el incidente personal más significativo en la vida de Lincoln. Resultó para él una lección de valor incalculable en el arte de tratar con los demás. Nunca volvió a escribir una carta insultante. Nunca volvió a burlarse del prójimo. Y desde entonces, casi nunca criticó a los demás.
Una vez tras otra, durante la Guerra Civil, Lincoln puso un nuevo general al frente del Ejército del Potomac, y cada uno a su turno —McClellan, Pope, Burnside, Hooker, Meade— cometió algún trágico error e hizo que Lincoln recorriera su despacho, a grandes pasos, presa de la desesperación. Media nación censuraba acremente a esos generales incompetentes, pero Lincoln, «sin malicia para nadie, con caridad para todos», conservaba la calma. Una de sus máximas favoritas era: «No juzgues si no quieres ser juzgado».
Y cuando la Sra. de Lincoln y otras personas hablaban duramente de la gente del sur de los Estados Unidos, Lincoln respondía: «No los censuréis; son tal como seríamos nosotros en circunstancias similares».
Pero si un hombre ha tenido alguna vez la ocasión de criticar, ese hombre ha sido Lincoln, a buen seguro. Tomemos un ejemplo:
La batalla de Gettysburg se libró en los primeros tres días de julio de 1863. En la noche del 4 de julio, Lee comenzó su retirada hacia el Sur, en tanto que una gran tormenta inundaba de lluvia la tierra. Cuando Lee llegó al Potomac con su ejército en derrota encontró un río hinchado, embravecido, imposible de pasar, ante sus tropas, y un ejército unionista victorioso tras ellas. Lee estaba como en una trampa. No podía escapar. Lincoln lo advirtió. Ahí se presentaba la oportunidad como enviada por el cielo: la oportunidad de copar el ejército de Lee y poner término inmediato a la guerra. Así, pues, con un hálito de gran esperanza, Lincoln ordenó a Meade que no convocara un consejo de guerra, que atacara inmediatamente a Lee. Lincoln telegrafió estas órdenes y envió un mensajero especial a Meade para instarlo a la acción instantánea.
¿Qué hizo el general Meade? Exactamente lo contrario de lo que se le decía. Convocó un consejo de guerra, en directa violación de las órdenes de Lincoln. Vaciló. Esperó. Telegrafió todas sus excusas. Se negó rotundamente a atacar a Lee. Por fin bajaron las aguas y Lee escapó a través del Potomac con sus fuerzas.
Lincoln estaba furioso. «¿Qué es esto? —gritó a su hijo Robert—. ¡Gran Dios! ¿Qué es esto? Los teníamos al alcance de las manos, sólo teníamos qué estirarlas para que cayeran en nuestro poder; y sin embargo, nada de lo que dije o hice logró que el ejército avanzara. En esas circunstancias, cualquier general podría haber vencido a Lee. Si yo hubiera ido, yo mismo lo podría haber derrotado».
Con acerbo desencanto, Lincoln se sentó a escribir esta carta a Meade. Y recuérdese que en este período de su vida era sumamente conservador y remiso en su fraseología. De modo que esta carta, escrita por Lincoln en 1863, equivalía al reproche más severo.
Mi querido general:
No creo que comprenda usted la magnitud de la desgracia que representa la retirada de Lee. Estaba a nuestro alcance, y su captura hubiera significado, en unión con nuestros otros triunfos recientes, el fin de la guerra. Ahora la guerra se prolongará indefinidamente. Si usted no consiguió atacar con fortuna a Lee el lunes último, ¿cómo logrará hacerlo ahora al sur del río, cuando sólo puede llevar consigo unos pocos hombres, no más de los dos tercios de la fuerza de que disponía entonces? Sería irrazonable esperar, y yo no lo espero, que ahora pueda usted lograr mucho. Su mejor oportunidad ha desaparecido, y estoy indeciblemente angustiado a causa de ello.
¿Qué habrá hecho Meade al leer esta carta?
Meade no vio jamás esta carta. Lincoln no la despachó. Fue hallada entre los papeles de Lincoln después de su muerte.
Creo —y esto es sólo una opinión— que después de escribirla Lincoln miró por la ventana y se dijo: «Un momento. Tal vez no debiera ser tan precipitado. Me es muy fácil, aquí sentado en la quietud de la Casa Blanca, ordenar a Meade que ataque; pero si hubiese estado en Gettysburg y hubiese visto tanta sangre como ha visto Meade en la última semana, y si mis oídos hubiesen sido horadados por los clamores los gritos de los heridos y moribundos, quizá no habría tenido tantas ansias de atacar. Si yo tuviese el tímido temperamento de Meade, quizá habría hecho lo mismo que él. De todos modos, es agua que ya ha pasado bajo el puente. Si envío esta carta, calmaré mis sentimientos, pero haré que Meade trate de justificar sus actos. Haré que él me censure a su vez. Despertaré resquemores, disminuiré su utilidad futura como comandante, y lo llevaré acaso a renunciar al ejército».
Y Lincoln dejó a un lado la carta, porque por amarga experiencia había aprendido que las críticas y reproches acerbos son casi siempre inútiles.
Theodore Roosevelt ha dicho que cuando, como presidente, se veía ante algún grave problema, solía reclinarse en su sillón y mirar un gran cuadro de Lincoln que había sobre su escritorio en la Casa Blanca, y preguntarse entonces: «¿Qué haría Lincoln si se viera en mi lugar? ¿Cómo resolvería este problema?».
La próxima vez que sintamos la tentación de reprocharle algo a alguien, saquemos un billete de cinco dólares del bolsillo, miremos el retrato de Lincoln y preguntemos: «¿Cómo resolvería Lincoln este problema si estuviera en mi lugar?».
Mark Twain solía perder la paciencia, y escribía cartas que quemaban el papel. Por ejemplo, una vez le escribió a un hombre que había despertado su ira:
Lo que usted necesita es un permiso de entierro. No tiene más que decirlo, y le conseguiré uno.
En otra ocasión le escribió a un editor sobre los intentos de un corrector de pruebas de «mejorar mi ortografía y puntuación». Ordenó lo siguiente:
Imprima de acuerdo con la copia que le envío, y que el corrector hunda sus sugerencias en las gachas de su cerebro podrido.
Mark Twain se sentía mejor después de escribir estas cartas hirientes. Le permitían descargar presión; y las cartas no hacían daño a nadie porque la esposa del escritor las desviaba secretamente. Nunca eran despachadas.
¿Conoce usted a alguien a quien desearía modificar, y regular, y mejorar? ¡Bien! Espléndido. Yo estoy en su favor. Pero ¿por qué no empezar por usted mismo? Desde un punto de vista puramente egoísta, eso es mucho más provechoso que tratar de mejorar a los demás. Sí, y mucho menos peligroso.
«No te quejes de la nieve en el techo del vecino —sentenció Confucio— cuando también cubre el umbral de tu casa».
Cuando yo era aún joven y trataba empeñosamente de impresionar bien a los demás, escribí una estúpida carta a Richard Harding Davis, autor que por entonces se destacaba en el horizonte literario de los Estados Unidos. Estaba preparando yo un artículo sobre escritores, y pedí a Davis que me contara su método de trabajo. Unas semanas antes había recibido, de no sé quién, una carta con esta nota al pie: «Dictada pero no leída». Me impresionó mucho. Pensé que quien escribía debía ser un personaje importante y muy atareado. Yo no lo era; pero deseaba causar gran impresión a Richard Harding Davis, y terminé mi breve nota con las palabras: «Dictada pero no leída».
Él no se preocupó siquiera por responderme. Me devolvió mi nota con esta frase cruzada al pie: «Su mala educación sólo es superada por su mala educación». Es cierto que yo había cometido un error y quizá mereciera el reproche. Pero, por ser humano, me hirió. Me hirió tanto que diez años más tarde, cuando leí la noticia de la muerte de Richard Harding Davis, la única idea que persistía en mi ánimo —me avergüenza admitirlo— era el reproche que me había hecho.
Si usted o yo queremos despertar mañana un resentimiento que puede perdurar décadas y seguir ardiendo hasta la muerte, no tenemos más que hacer alguna crítica punzante. Con eso basta, por seguros que estemos de que la crítica sea justificada.
Cuando tratamos con la gente debemos recordar que no tratamos con criaturas lógicas. Tratamos con criaturas emotivas, criaturas erizadas de prejuicios e impulsadas por el orgullo y la vanidad.
Las críticas acerbas hicieron que el sensitivo Thomas Hardy, uno de los más notables novelistas que han enriquecido la literatura inglesa, dejara de escribir novelas para siempre. Las críticas llevaron a Thomas Chatterton, el poeta inglés, al suicidio.
Benjamin Franklin, carente de tacto en su juventud, llegó a ser tan diplomático, tan diestro para tratar con la gente, que se lo nombró embajador norteamericano en Francia. ¿El secreto de su éxito? «No hablaré mal de hombre alguno —dijo— y de todos diré todo lo bueno que sepa».
Cualquier tonto puede criticar, censurar y quejarse, y casi todos los tontos lo hacen. Pero se necesita carácter y dominio de sí mismo para ser comprensivo y capaz de perdonar.
«Un gran hombre —aseguró Carlyle— demuestra su grandeza por la forma en que trata a los pequeños».
Bob Hoover, famoso piloto de pruebas y actor frecuente en espectáculos de aviación, volvía una vez a su casa en Los Ángeles de uno de estos espectáculos que se había realizado en San Diego. Tal como se describió el accidente en la revista Operaciones de Vuelo, a cien metros de altura los dos motores se apagaron súbitamente. Gracias a su habilidad, Hoover logró aterrizar, pero el avión quedó seriamente dañado, pese a que ninguno de sus ocupantes resultó herido.
Lo primero que hizo Hoover después del aterrizaje de emergencia fue inspeccionar el tanque de combustible. Tal como lo sospechaba, el viejo avión a hélice, reliquia de la Segunda Guerra Mundial, había sido cargado con combustible de jet, en lugar de la gasolina común que consumía.
Al volver al aeropuerto, pidió ver al mecánico que se había ocupado del avión. El joven estaba aterrorizado por su error. Le corrían las lágrimas por las mejillas al ver acercarse a Hoover. Su equivocación había provocado la pérdida de un avión muy costoso, y podría haber causado la pérdida de tres vidas.
Es fácil imaginar la ira de Hoover. Es posible suponer la tormenta verbal que podía provocar semejante descuido en este preciso y soberbio piloto. Pero Hoover no le reprochó nada; ni siquiera lo criticó. En lugar de eso, puso su brazo sobre los hombros del muchacho y le dijo:
Para demostrarle que estoy seguro de que nunca volverá a hacerlo, quiero que mañana se ocupe de mi F-51.
Con frecuencia los padres se sienten tentados de criticar a sus hijos. Quizás el lector espera que yo le diga: «no lo haga». Pero no lo haré. Sólo voy a decirle que antes de criticarlos lea uno de los clásicos del periodismo norteamericano: «Papá olvida». Apareció por primera vez como editorial en el diario People’s Home Journal. Lo volveremos a publicar con permiso del autor, tal como fuera condensado en la revista Selecciones del Reader’s Digest.
«Papá olvida» es una de esas piecitas que —escritas en un momento de sentimiento sincero— da en la cuerda sentimental de tantos lectores que termina siendo un trozo favorito. Desde que apareció por primera vez hace unos quince años, ha sido reproducida, nos dice el autor, W. Livingston Larned, «en centenares de revistas y diarios del país entero; también se la ha publicado infinidad de veces en muchos idiomas extranjeros; he dado permiso para que se la leyera en aulas, iglesias y conferencias; se la ha transmitido muchas veces por radiotelefonía; ha aparecido en revistas y periódicos de colegios y escuelas».
PAPÁ OLVIDA
Por W. Livingston Larned
Escucha, hijo: voy a decirte esto mientras duermes, una manecita metida bajo la mejilla y los rubios rizos pegados a tu frente humedecida. He entrado solo a tu cuarto. Hace unos minutos, mientras leía mi diario en la biblioteca, sentí una ola de remordimiento que me ahogaba. Culpable, vine junto a tu cama.
Esto es lo que pensaba, hijo: me enojé contigo. Te regañé cuando te vestías para ir a la escuela, porque apenas te mojaste la cara con una toalla. Te regañé porque no te limpiaste los zapatos. Te grité porque dejaste caer algo al suelo.
Durante el desayuno te regañé también. Volcaste las cosas. Tragaste la comida sin cuidado. Pusiste los codos sobre la mesa. Untaste demasiado el pan con mantequilla. Y cuando te ibas a jugar y yo salía a tomar el tren, te volviste y me saludaste con la mano y dijiste: «¡Adiós, papito!» y yo fruncí el entrecejo y te respondí: «¡Ten erguidos los hombros!».
Al caer la tarde todo empezó de nuevo. Al acercarme a casa te vi, de rodillas, jugando en la calle. Tenías agujeros en las medias. Te humillé ante tus amiguitos al hacerte marchar a casa delante de mí. Las medias son caras, y si tuvieras que comprarlas tú, serías más cuidadoso. Pensar, hijo, que un padre diga eso.
¿Recuerdas, más tarde, cuando yo leía en la biblioteca y entraste tímidamente, con una mirada de perseguido? Cuando levanté la vista del diario, impaciente por la interrupción, vacilaste en la puerta. «¿Qué quieres ahora?» te dije bruscamente.
Nada respondiste, pero te lanzaste en tempestuosa carrera y me echaste los brazos al cuello y me besaste, y tus bracitos me apretaron con un cariño que Dios había hecho florecer en tu corazón y que ni aun el descuido ajeno puede agotar. Y luego te fuiste a dormir, con breves pasitos ruidosos por la escalera.
Bien, hijo; poco después fue cuando se me cayó el diario de las manos y entró en mí un terrible temor. ¿Qué estaba haciendo de mí la costumbre? La costumbre de encontrar defectos, de reprender; ésta era mi recompensa a ti por ser un niño. No era que yo no te amara; era que esperaba demasiado de ti. Y medía según la vara de mis años maduros.
Y hay tanto de bueno y de bello y de recto en tu carácter. Ese corazoncito tuyo es grande como el sol que nace entre las colinas. Así lo demostraste con tu espontáneo impulso de correr a besarme esta noche. Nada más que eso importa esta noche, hijo. He llegado hasta tu camita en la oscuridad, y me he arrodillado, lleno de vergüenza.
Es una pobre explicación; sé que no comprenderías estas cosas si te las dijera cuando estás despierto. Pero mañana seré un verdadero papito. Seré tu compañero, y sufriré cuando sufras, y reiré cuando rías. Me morderé la lengua cuando esté por pronunciar palabras impacientes. No haré más que decirme, como si fuera un ritual: «No es más que un niño, un niño pequeñito».
Temo haberte imaginado hombre. Pero al verte ahora, hijo, acurrucado, fatigado en tu camita, veo que eres un bebé todavía. Ayer estabas en los brazos de tu madre, con la cabeza en su hombro. He pedido demasiado, demasiado.
En lugar de censurar a la gente, tratemos de comprenderla. Tratemos de imaginarnos por qué hacen lo que hacen.
Eso es mucho más provechoso y más interesante que la crítica; y de ello surge la simpatía, la tolerancia y la bondad. «Saberlo todo es perdonarlo todo».
Ya dijo el Dr. Johnson:
El mismo Dios, señor, no se propone juzgar al hombre hasta el fin de sus días.
Entonces, ¿por qué hemos de juzgarlo usted o yo?