En una tierra lejana había un violento y cruel general que, con un gran ejército, iba conquistando cada ciudad por la que pasaba, obligando a todos sus habitantes a huir.
Pero un día, al llegar a una pequeña aldea, ocurrió un hecho insólito: todos los habitantes huyeron excepto el maestro de zen, que se mantuvo meditando en el templo.
Preso de la curiosidad, el general fue hasta allí para ver qué ocurría con ese hombre que se atrevía a retarle.
Entró en la habitación y el viejo le saludó tranquilamente.
—Hola, bienvenido seas a mi humilde hogar.
Esto encendió aún más la cólera del general que cogió la espada y apoyó la punta de la misma en la nuca del viejo maestro.
—¡Estúpido, no te das cuenta de que estás parado ante un hombre que podría atravesarte la cabeza sin cerrar un solo ojo!
—Y usted no se da cuenta, general, de que está parado ante un hombre que podría ser atravesado por una espada sin cerrar un solo ojo.