En una pequeña aldea situada en pleno desierto, vivía un hombre que cada mañana traía agua desde un manantial ubicado a unos pocos kilómetros de distancia.
Colocaba dos grandes cántaros a ambos lados de una gruesa barra de madera que, a su vez, apoyaba en sus hombros. Y así, con la alegría en el cuerpo y una sonrisa en el alma, comenzaba un camino que siempre era el mismo.
Tardaba más o menos una hora en llegar hasta el manantial. Una vez allí, se sentaba un rato a descansar y después llenaba los dos cántaros para iniciar el regreso.
Aunque eran parecidos, había una diferencia importante entre ambos recipientes. Uno cumplía a la perfección su trabajo, pues mantenía toda su agua intacta durante el trayecto. En cambio, el otro, debido a una pequeña herida en uno de sus costados, iba perdiendo agua durante el regreso; tanta que, al llegar de nuevo a la aldea, había perdido la mitad de su contenido.
Este último cántaro, conforme pasaban los días, se sentía cada vez más y más triste, pues sabía que no estaba cumpliendo con su trabajo. Y aun así no entendía por qué su dueño no lo arreglaba o, directamente, lo sustituía por otro. «Quizás», pensaba, «esté esperando el momento en que me rompa totalmente para cambiarme por uno más nuevo».
Y así pasaban los días, y las semanas, y los meses, y sobre todo los pensamientos de un cántaro que cada día se sentía menos útil…
Llegó el día en que ya no pudo aguantar más y, aprovechando, que el aguador lo abrazaba entre sus manos para llenarlo de agua, se dirigió a él:
—Me siento culpable por hacerte perder tiempo y esfuerzo. Te pido que me abandones y me cambies por otro más nuevo, pues ya ves que soy incapaz de servirte como debiera.
—¿Qué? —contestó el aguador, extrañado—. No te entiendo, ¿por qué dices que no me sirves?
—Acaso no te has dado cuenta de que estoy roto y voy perdiendo la mitad del agua durante el camino de vuelta.
El aguador, conmovido, mostró una pequeña sonrisa, la abrazó junto a su pecho y le dijo en voz baja.
—No eres mejor ni peor, simplemente eres diferente y justamente por eso te necesito.
El cántaro no entendía nada.
—Mira, vamos a hacer una cosa —le contestó el aguador—. Hoy, durante el trayecto de vuelta quiero que te fijes bien a qué lado del camino crecen flores.