Había un viejo rey al que le encantaba dejar en ridículo a la gente, por eso siempre buscaba ocasiones para poder reírse de alguien.
Un día, aprovechando que un conocido sabio había llegado a la ciudad, mandó a unos mensajeros para que le entregasen una invitación a cenar en palacio.
El sabio se sintió halagado y aceptó, pero en cuanto llegó descubrió que no iba a cenar solo con el rey sino con todos sus cortesanos.
El monarca le cedió un lugar a su lado y dio orden para que comenzara la cena.
Tras los primeros entrantes llegó el plato principal de la noche: un suculento cordero.
Comenzaron a comer y el sabio se dio cuenta de que cada vez que el rey cogía un trozo de cordero de la fuente y se lo comía, en lugar de dejar los huesos en su propio plato, se los ponía a él.
Tras un buen rato, justo cuando los sirvientes iban a retirar los platos del sabio y del rey, este último se levantó y dijo en voz alta:
—¡Vaya un desagradecido! ¡Mirad, mirad si es glotón! Este hombre, con lo respetado que dice ser, apenas tiene modales. Solo tenéis que ver su plato, lleno de huesos, ha comido el doble que todos nosotros. ¡No te da vergüenza!
Todos los allí presentes comenzaron a reír a carcajadas, intentando dejar en ridículo al sabio, pero este no se inmutó.
Dejó que acabaran las risas y con un tono tranquilo dijo:
—Majestad, si yo soy glotón, me pregunto qué palabra habrá que utilizar para el hombre que, como usted, se come la carne con huesos y todo.