Se cuenta que un hombre de negocios muy importante comenzó sus días en una pequeña ciudad.
Y de aquella época ha llegado hasta nosotros una curiosa anécdota.
Se dice que cuando este hombre era joven, un día compró un burro a un viejo campesino por cien monedas, pero a los tres días, cuando fue a recogerlo…
—Hola, campesino, he venido a recoger el burro que te compré.
—Vaya, lamento decirte que el pobre burro se ha muerto esta misma noche, estaba ya muy viejo y por eso te lo dejé tan barato.
—Bueno, pues en ese caso devuélveme el dinero.
—No puedo, pues me lo he gastado y ya no lo tengo.
El joven pensó que había sido víctima de una estafa y que aquel burro seguramente ya estaría muerto cuando se lo vendió, aun así intentó sacar partido de aquello.
—Bueno, pues entonces dame el burro.
—Pero es que está muerto.
—Sí, ya lo sé, pero o me devuelves el dinero o me das el burro.
—Está bien —cedió finalmente el campesino—, y, por curiosidad, ¿qué piensas hacer con él?
—He pensado que lo voy a rifar.
—¿Qué? ¿Estás loco? No puedes rifar un burro muerto.
—Bueno, tú sí que has sido capaz de vendérmelo, ¿no?
El campesino se calló y se fue a por el burro para dárselo a aquel extraño muchacho.
Pasadas ya varias semanas, el joven y el campesino volvieron a encontrarse en el mercado.
—Al final, ¿qué hiciste con aquel burro, muchacho? —preguntó el campesino.
—Pues como te dije lo rifé. Vendí mil papeletas a una moneda. En total gané 999 monedas.
—¡Vaya!, sacaste diez veces más de lo que yo te cobré a ti, y por un burro muerto, pero ¿nadie se quejó?
—Bueno, en realidad solo se quejó el ganador, pero a él le devolví su moneda.