Los ordenadores: ya sea el enorme y vetusto ordenador de los experimentos de Deci, ya sea el iMac en el que estoy redactando esta frase o el teléfono móvil que vibra en tu bolsillo, todos contienen un sistema operativo. Bajo la superficie de los dispositivos que tocamos y de los programas que manipulamos hay una compleja capa de software que contiene las instrucciones, protocolos y suposiciones que permiten que todo funcione como una seda. La mayoría de nosotros no pensamos demasiado en los sistemas operativos; solo los tenemos en cuenta cuando empiezan a fallar: cuando el hardware y el software que se supone deben gestionar se vuelven demasiado grandes y complejos como para ser manejados por ese sistema operativo. Entonces nuestro ordenador empieza a atascarse. Protestamos. Y los listísimos diseñadores de sistemas, que han estado siempre jugueteando con las piezas del programa, se sientan a redactar otro mejor: una actualización.
Las sociedades también se rigen por sistemas operativos. Las leyes, costumbres sociales y pactos económicos con los que lidiamos cada día se basan en instrucciones, protocolos y suposiciones sobre el funcionamiento del mundo. Y buena parte de nuestro sistema operativo social consiste en un conjunto de ideas sobre el comportamiento humano.
En nuestros inicios más tempranos –y me refiero a los muy tempranos, pongamos hace cincuenta mil años– la suposición que subyacía sobre el comportamiento humano era sencilla y real: estábamos intentando sobrevivir. Al deambular por la selva en busca de comida o al refugiarnos en los arbustos para protegernos del ataque de una fiera, el impulso de supervivencia guiaba la mayor parte de nuestra conducta. Llamémoslo sistema operativo primitivo Motivación 1.0. No resultaba especialmente elegante, ni tampoco era muy distinto del de los monos rhesus, los simios gigantes o muchos otros animales, pero resultaba práctico. Funcionaba. Hasta que dejó de hacerlo.
A medida que los humanos fuimos formando sociedades más complejas, encontrándonos con extraños y necesitando cooperar para hacer las cosas, ese sistema operativo basado puramente en el impulso biológico empezó a quedar obsoleto. De hecho, a veces necesitábamos maneras de limitar este impulso: para impedirme que te arrebatara la cena o para evitar que te llevaras a mi esposa. Y así, en una hazaña de notable ingeniería cultural, poco a poco reemplazamos lo que teníamos por una versión más compatible con la forma en que habíamos empezado a trabajar y a vivir.
En la base de este nuevo y mejorado sistema operativo había un supuesto revisado y más preciso: los humanos somos más que la suma de nuestras necesidades biológicas. Ese primer impulso seguía importando, sin duda alguna, pero ya no era suficiente para lo que éramos. También teníamos un segundo impulso: buscar la gratificación y evitar el castigo de manera más amplia. Y fue a partir de esta información que surgió un nuevo sistema operativo: llamémoslo Motivación 2.0. (Por supuesto, hay otros animales que también responden al premio y al castigo, pero solo los humanos hemos demostrado ser capaces de canalizar este impulso para desarrollarlo todo, desde las leyes contractuales hasta las tiendas de alimentación.)
Aprovechar este segundo impulso ha sido fundamental para el progreso económico en todo el mundo, en especial durante los dos siglos pasados. Pongamos por caso la Revolución Industrial. Los desarrollos tecnológicos –motores de vapor, ferrocarril, electricidad desempeñaron un papel crucial en el crecimiento de la industria. Pero también lo hicieron algunas innovaciones menos tangibles: en particular, la obra de un ingeniero estadounidense llamado Frederick Winslow Taylor. A principios del siglo XX, Taylor, que creía que las empresas estaban empezando a funcionar de manera ineficiente y caprichosa, inventó lo que llamó la «gestión científica». Su invento era una especie de software diseñado con habilidad para funcionar «encima de la plataforma Motivación 2.0». Y fue amplia y rápidamente adoptado.
Según su punto de vista, los trabajadores eran como las partes de una maquinaria complicada. Si hacían el trabajo correctamente y dentro del horario previsto, la maquinaria funcionaría perfectamente. Y para asegurar que eso sucediera, sencillamente había que recompensar el comportamiento que se buscaba y castigar la conducta que se quería evitar. La gente respondería racionalmente a estas fuerzas externas –estos motivadores extrínsecos– y tanto ellos como el propio sistema prosperarían. Tenemos tendencia a pensar que los motores del crecimiento económico han sido el carbón y el petróleo, pero, en cierto sentido, el motor del comercio ha sido impulsado de igual manera por los palos y las zanahorias.
El sistema operativo Motivación 2.0 ha perdurado mucho tiempo. De hecho, está tan profundamente arraigado en nuestras vidas que la mayoría de nosotros apenas nos damos cuenta de que existe. Hace mucho tiempo –más del que somos capaces de recordar– que configuramos nuestras organizaciones y construimos nuestras vidas alrededor de este sólido supuesto: la forma de mejorar el rendimiento, aumentar la productividad y potenciar la excelencia es premiar a los buenos y castigar a los malos.
Sin embargo, a pesar de su mayor sofisticación y sus aspiraciones elevadas, la Motivación 2.0 seguía sin ser precisamente ennoblecedora. Insinuaba que, al fin y al cabo, los seres humanos no somos tan distintos de los caballos; es decir, la manera de hacernos avanzar en la dirección adecuada es mostrarnos una zanahoria más crujiente o blandir un palo más duro. Aun así, toda la intelectualidad que le faltaba a este sistema operativo, se suplía con su eficacia: funcionaba bien, extremadamente bien. Hasta que dejó de hacerlo.
A medida que avanzaba el siglo XX, a medida que las economías crecían en complejidad, y a medida que las personas que las integraban tuvieron que adquirir conocimientos nuevos y más sofisticados, el enfoque Motivación 2.0 empezó a encontrar algunas resistencias. En la década de los cincuenta, Abraham Maslow –un antiguo alumno de Harry Harlow en la Universidad de Wisconsin desarrolló el campo de la psicología humanística, que cuestionaba la idea de que el comportamiento humano tuviera puramente ese perfil ratonil en busca de estímulos positivos y huyendo de los negativos. En 1960, el profesor de dirección de empresas del MIT Douglas McGregor adaptó algunas de las ideas de Maslow al mundo de los negocios. McGregor puso en cuestión la premisa de que los seres humanos éramos básicamente inertes, que a falta de gratificaciones y castigos externos no hacíamos demasiadas cosas. La gente tiene otros impulsos, más elevados, afirmó. Y estos podrían beneficiar a las organizaciones si los directivos y los líderes empresariales los respetaran. Gracias, en parte, a los textos de McGregor, las empresas evolucionaron un poco. Los códigos de vestimenta se relajaron, los horarios se volvieron más flexibles. Muchas organizaciones buscaron maneras de dar a sus empleados mayor autonomía y de ayudarlos a crecer. Estos retoques repararon algunos defectos, pero en definitiva no fueron más que modestas mejoras. No significaron un riguroso paso adelante: Motivación 2.1.
Y así, este enfoque general permaneció intacto. Al fin y al cabo, era fácil de entender, sencillo de controlar y claro de respetar. Pero en los primeros diez años de este siglo –un período asombrosamente poco productivo en cuanto a negocios, tecnología y progreso social– hemos descubierto que este viejo y sólido sistema operativo no funciona bien en absoluto. Fracasa a menudo y de manera impredecible. Obliga a las personas a inventar maniobras para evitar sus defectos. Y lo más importante, está demostrando ser incompatible con muchos aspectos del mundo empresarial actual. Y si examinamos de cerca estos problemas de incompatibilidad, nos daremos cuenta de que los pequeños avances –un parche aquí, otro allá– no resolverán el problema. Lo que necesitamos es un paso adelante radical.