Más de lo que no queremos

En el universo al revés del tercer impulso, a menudo las recompensas pueden producir menos de lo que intentan conseguir. Pero la cosa no acaba aquí; cuando se usan de manera equivocada, los motivadores extrínsecos pueden tener otra consecuencia colateral no deseada: nos pueden dar más de lo que no queremos. Aquí, de nuevo, lo que se hace en el mundo empresarial no va a la par de lo que la ciencia sabe. Y lo que la ciencia revela es que el palo y la zanahoria pueden promover malas conductas, crear adicciones y animar al pensamiento a corto plazo a expensas del largo plazo.

Conducta poco ética

¿Qué podría ser más valioso que tener una meta? Desde nuestra más tierna infancia, los maestros, entrenadores y padres nos aconsejan fijarnos objetivos y trabajar con tesón para cumplirlos. Y con razón. Las metas funcionan. La literatura académica nos enseña que los objetivos nos apartan de las distracciones, nos pueden empujar a esforzarnos más, trabajar más tiempo y conseguir más cosas.

Pero últimamente un grupo de académicos de la Harvard Business School, la Kellogg School of Management de Northwestern University, el Eller College of Management de la Universidad de Arizona y la Wharton School de la Universidad de Pensilvania pusieron en duda la eficacia de esta tan manida receta. «Más que ofrecerse como un remedio de libre dispensación para potenciar el rendimiento, el establecimiento de objetivos debe recetarse de manera selectiva, presentarse con una etiqueta de advertencias y controlarse de cerca», escribieron [Lisa D. Ordonez, Maurice E. Schweitzer, Adam D. Galinsky y Max H. Braverman. «Goals Gone Wild: The Systematic Side Effects of Over-Prescribing Goal Setting», Harvard Business School Working Paper n. 09-083, febrero de 2009]. Las metas que la gente se propone y a las que se entregan hasta perfeccionarlas suelen ser saludables, pero las metas impuestas por otros –objetivos de ventas, beneficios trimestrales, resultados de examen estandarizados, etc.– a veces pueden provocar efectos secundarios peligrosos.

Como todos los motivadores extrínsecos, las metas limitan nuestro enfoque. Este es uno de los motivos por los que pueden ser eficaces: porque concentran la mente. Pero, como hemos visto, limitar el enfoque tiene un coste. Para las tareas complejas o conceptuales, ofrecer una recompensa puede ofuscar la amplitud de pensamiento necesaria para encontrar una solución innovadora. De la misma forma, cuando una meta extrínseca es primordial –en especial una meta conmensurable y a corto plazo que reporte una buena recompensa–, su presencia puede limitar nuestra percepción de las dimensiones más amplias de nuestra conducta. Tal como escribe el cuadro de profesores de escuelas de negocios: «Hay pruebas sustanciales que demuestran que además de motivar el esfuerzo constructivo, establecer metas puede conducir a una conducta poco ética».

Los ejemplos son numerosos, apuntan los investigadores. Sears impone una cuota de ventas a sus mecánicos del automóvil y los trabajadores reaccionan cobrando de más a los clientes y haciendo reparaciones innecesarias. Enron establece unas metas de rendimiento elevadas y la carrera para alcanzarlas a cualquier precio cataliza posiblemente el hundimiento de la empresa. Ford está tan decidida a producir determinado modelo de coche de determinado peso, de determinado precio y en determinada fecha que omite las comprobaciones de seguridad y lanza el peligroso Ford Pinto.

El problema de convertir una gratificación externa en el único destino importante es que hay gente que elegirá el camino más rápido para alcanzarla, aunque eso signifique tomar el camino menos noble.

De hecho, la mayoría de los escándalos y conductas condenables que parecen indisociables de la vida moderna tienen que ver con los atajos. Los ejecutivos juegan con sus beneficios trimestrales para poder alcanzar una bonificación por objetivos. Los asesores de la escuela secundaria retocan las notas de los estudiantes para que sus protegidos puedan entrar en la universidad [Peter Applebome. «When Grades are Fixed in College-Entrance Derby», New York Times, 7 de marzo de 2009]. Los atletas se inyectan esteroides para obtener mejores marcas y conseguir lucrativos contratos por su rendimiento.

Comparemos este enfoque con la conducta impulsada por la motivación intrínseca. Cuando la gratificación es la propia actividad –profundizar en el aprendizaje, complacer a los clientes, dar lo mejor de uno mismo– los atajos desaparecen. La única ruta hacia el destino es una ruta elevada; en cierto sentido, es imposible actuar sin ética porque la persona que lo sufriría no es un competidor, sino tú mismo.

Obviamente, no todas las metas son iguales. Y –quiero insistir en este punto– las metas y las recompensas extrínsecas no llevan implícitamente a la corrupción. Pero las metas son más tóxicas de lo que reconoce la Motivación 2.0. De hecho, los profesores de escuelas de negocios sugieren que deberían ofrecerse con su propia etiqueta de advertencia: «Las metas pueden provocar problemas sistemáticos en las organizaciones debido a la limitación del enfoque, a conductas poco éticas, aumento del riesgo, descenso de la cooperación y descenso también de la motivación intrínseca. Aplíquense con cuidado en su empresa».

Si la zanahoria como meta a veces provoca una conducta reprobable, entonces el palo como castigo debería frenarla, ¿no? No tan rápido. El tercer impulso es menos mecánico y más sorprendente que eso, como descubrieron dos economistas israelitas en algunos parvularios.

En el año 2000, los economistas Uri Gneezy y Aldo Rustichino tomaron como objeto de estudio a un grupo de centros preescolares de Haifa, Israel, durante veinte semanas [Uri Gneezy y Aldo Rustichini. «A fine is a Price», Journal of Legal Studies 29 (enero de 2000)]. Los centros abrían a las siete y media de la mañana y cerraban a las cuatro de la tarde. Los padres debían recoger a sus hijos a la hora de cerrar o de lo contrario uno de los maestros tenía que quedarse hasta más tarde.

Las primeras cuatro semanas del experimento los economistas anotaron cuántos padres recogían tarde a sus hijos cada semana. Entonces, antes de la quinta semana, con el permiso de los centros, colgaron el siguiente cartel:

ANUNCIO

MULTA POR LLEGAR TARDE

Como todos sabéis, la hora oficial de cierre de la guardería son las cuatro de la tarde a diario. Puesto que hay padres que han estado llegando tarde, con la aprobación de la Dirección de Guarderías Privadas de Israel, hemos decidido imponer una multa a los padres que vengan tarde a recoger a sus hijos.

A partir del próximo domingo se aplicará una multa de 10 shekels* cada vez que se recoja un niño más tarde de las cuatro y diez de la tarde. La multa se calculará mensualmente y se abonará con la tarifa mensual del centro.

Cordialmente,

La dirección del centro

La teoría que había detrás de la sanción, según Gneezy y Rustichini, era clara: «Cuando se imponen consecuencias negativas a una conducta, provocarán una reducción de esta respuesta concreta». Dicho de otro modo, si se amenaza a los padres con una multa dejarán de llegar tarde.

Pero eso no fue lo que ocurrió. «Una vez establecida la multa, observamos un aumento regular de los padres que llegaban tarde –escribieron los economistas–. Finalmente la proporción se estabilizó a un nivel que era mayor, casi el doble, del inicial.» [Gneezy y Rustichini. «A fine is a Price», 3, 7 (énfasis añadido)]. Y en un lenguaje que recuerda a la perplejidad de Harry Harlow, comentan que la literatura existente no contemplaba tal resultado. De hecho, la «posibilidad de que aumente una conducta que está siendo castigada ni siquiera se contemplaba».

Y he aquí un nuevo virus en la Motivación 2.0. Un motivo por el cual la mayoría de padres se presentaba a la hora acordada era que tenían una relación con los maestros –los cuales, al fin y al cabo, cuidaban a sus preciosos hijos– y querían tratarlos bien. Los padres tenían un deseo intrínseco de ser escrupulosos con la puntualidad. Pero la amenaza de una multa –como la promesa de las coronas en el experimento de la donación de sangre– anuló ese tercer impulso. La multa transformó la decisión de los padres de obligación parcialmente moral (ser justo con los maestros de mi hijo) a una pura transacción (puedo comprar un poco más de tiempo). No había espacio para ambas cosas. El castigo no potenció la buena conducta, sino que la desbordó.

La adicción Si hay científicos que creen que los motivadores «si/entonces» y otras recompensas extrínsecas se parecen a los medicamentos recetados y potencialmente conllevan graves efectos secundarios, hay otros que opinan que se parecen más a las drogas ilegales y que fomentan una dependencia más profunda y perjudicial. Según estos expertos, las gratificaciones dinerarias y los trofeos deslumbrantes pueden provocar una deliciosa sensación de placer inicial, pero la sensación se disipa pronto. Y para mantenerla viva, el receptor necesita siempre dosis mayores y más frecuentes.

El economista ruso Anton Suvorov ha construido un elaborado modelo econométrico para demostrar este efecto, configurado alrededor de lo que se llama «teoría del mentor-agente». Piénsese en el mentor como el motivador: el jefe, el profesor, el progenitor; piénsese en el agente como el motivado: el empleado, el alumno, el hijo. Un mentor intenta básicamente que el agente haga lo que el mentor quiere, mientras que el agente sopesa sus propios intereses frente a lo que sea que el mentor le ofrece. Mediante una serie de ecuaciones complicadas que ponen a prueba una serie de situaciones distintas entre el mentor y el agente, Suvorov ha llegado a conclusiones que parecen intuitivamente acertadas para cualquier padre que ha intentado que su hijo saque la basura cada noche.

Si le ofrece una gratificación, el mentor le está indicando al agente que la tarea es desagradable. (Si fuera agradable, el agente no necesitaría un premio.) Pero esta indicación inicial, y la recompensa que la acompaña, sitúan al mentor en un camino que resulta difícil de abandonar. Si la recompensa es demasiado pequeña, el agente no cumplirá; pero si es lo bastante atractiva para hacer reaccionar al agente la primera vez, el mentor está condenado a ofrecerla de nuevo la segunda. No hay marcha atrás. Si pagas a tu hijo por sacar la basura, ten claro que el niño no la va a sacar nunca más sin cobrar. Y lo que es peor, una vez desaparezca el atractivo de la suma inicial, probablemente la tendrás que ir aumentando para lograr que él siga cumpliendo.

Como explica Suvorov, «las recompensas son adictivas en el sentido que una vez ofrecida, la gratificación condicional hará que el agente la espere siempre que se enfrente a una tarea similar, lo cual fuerza al mentor a usar la recompensa una y otra vez». Y al cabo de poco es posible que la gratificación ofrecida ya no baste. Pronto se asumirá menos como un premio y más como statu quo: lo cual luego obliga al mentor a ofrecer premios mayores para obtener el mismo efecto [Anton Suvorov. «Addiction to Rewards», presentación ante el European Winter Meeting de la Econometric Society, 25 de octubre de 2003. Mimeo (2003) disponible en http://cemfies/research/conferences/ewm/Anton/addict_new6.pdf].

Este parámetro adictivo no es una simple teoría académica. Brian Knutson, entonces neurocientífico del National Institute on Alcohol Abuse and Alcoholism, demostró lo mismo en un experimento mediante el uso de la técnica de escáner cerebral conocida como functional magnetic resonance imaging (FMRI). Colocó a voluntarios sanos en un escáner gigante para ver cómo respondían sus cerebros durante un juego que implicaba la perspectiva de ganar o perder dinero. Cuando los participantes sabían que tenían la oportunidad de ganar dinero, se les activaba la parte del cerebro llamada «núcleo accumbens». Es decir, cuando preveían un premio (pero no cuando preveían perderlo), había una subida de la dopamina en esa parte del cerebro. Knutson, que actualmente está en la Universidad de Stanford, ha encontrado resultados similares en estudios posteriores en los que la gente anticipa obtener premios. Lo que nos interesa de esta reacción es que el mismo proceso fisiológico básico –este componente químico concreto apareciendo en esta parte concreta del cerebro– ocurre con las adicciones. El mecanismo de la mayoría de las drogas adictivas consiste en mandar un chute de dopamina al núcleo accumbens. La sensación satisface, luego se disipa, y luego el cerebro exige una nueva dosis. Dicho de otra manera, si observamos cómo reacciona el cerebro de la gente, prometerles una recompensa en dinero y darles cocaína, nicotina o anfetaminas provoca un efecto inquietantemente similar [Brian Knutson, Charles M. Adams, Grace W. Fong y Daniel Hommer. «Anticipation of Increasing Monetary Reward Selectively Recruits Nucleus Accumbens», Journal of Neuroscience 21 (2001)]. Esa podría ser una razón por la que pagar a la gente para que deje de fumar suele funcionar a corto plazo: reemplaza una adicción (peligrosa) por otra (más benigna).

Las cualidades adictivas de las gratificaciones también pueden distorsionar la toma de decisiones. Knutson ha deducido que la activación del núcleo accumbens del cerebro parece predecir «tanto las elecciones arriesgadas como los errores arriesgados». Si seducimos a la gente con la perspectiva de recompensas, los individuos en vez de tomar decisiones acertadas, como esperaría la Motivación 2.0, toman las peores decisiones. Como escribe Knutson, «tal vez eso explique por qué los casinos rodean a sus clientes de recompensas (p. ej., comida barata, copas gratis, regalos sorpresa, posibilidad de llevarse el bote...). La anticipación de recompensas activa el núcleo accumbens, lo cual puede llevar a una mayor probabilidad de que el individuo pase de sentir aversión al riesgo a buscarlo» [Camelia M. Kuhnen y Brian Knutson. «The Neural Basis of Financial Risk Taking», Neuron 47 (septiembre de 2005):768].

En resumen, aunque esa zanahoria colgando no es mala en todas las situaciones, hay casos en los que actúa igual que una dosis de cocaína y puede inducir a una conducta similar a la que encontramos alrededor de una mesa de bingo o de una ruleta: no precisamente la que esperamos obtener cuando motivamos a nuestros equipos o colegas.

Pensamiento a corto plazo

Volvamos otra vez al problema de la vela. Los participantes incentivados lo hicieron peor que sus contrapartes porque estaban tan concentrados en obtener el premio que no lograron encontrar una solución nueva en la periferia. Los premios, como hemos visto, pueden limitar la amplitud de nuestro pensamiento. Pero los motivadores extrínsecos –en especial los tangibles, de tipo «si/entonces»– también pueden reducir la profundidad de nuestro pensamiento. Pueden concentrar nuestra mirada solo en lo que tenemos inmediatamente delante, en vez de dejarnos ver lo que hay más lejos.

En muchas ocasiones, concentrar la mirada tiene sentido. Si hay un incendio en nuestro edificio de oficinas, lo que quieres es encontrar pronto la salida y no pensarás en que habría que redactar mejor la normativa de la zona. Pero en circunstancias menos apremiantes, fijarnos en una gratificación inmediata puede perjudicar el resultado a largo plazo. De hecho, lo que tienen en común nuestros anteriores ejemplos –las acciones poco éticas y la conducta adictiva–, tal vez más que otra cosa, es que son totalmente a corto plazo. Los adictos quieren la satisfacción inmediata sin tener en cuenta el posible daño final. Los tramposos quieren la ganancia rápida... sean cuales sean las consecuencias a largo plazo.

Sin embargo, incluso cuando la conducta no se transforma en una búsqueda de atajos ni en una adicción, el atractivo inmediato de las recompensas puede resultar perjudicial. Pongamos por ejemplo las empresas tipo sociedad anónima. Muchas de ellas llevan décadas de existencia y esperan sobrevivir todavía unas cuantas más. Pero buena parte de lo que hacen a diario sus ejecutivos y cargos medios está orientado exclusivamente al rendimiento de la compañía en el trimestre siguiente. En estas empresas, los beneficios trimestrales son una obsesión. Los ejecutivos dedican recursos sustanciosos a asegurar que los beneficios son los adecuados, e invierten un tiempo y una energía mental considerables ofreciendo orientación a los analistas de bolsa con el fin de que el mercado sepa qué esperar y, por tanto, responda de manera favorable. Este enfoque –tipo láser– en una pequeña parte y a corto plazo de la actuación empresarial es comprensible: es la respuesta racional a la forma de actuar que tienen las bolsas frente a los mínimos cambios de estas cifras; las cuales, a su vez, afectan a las compensaciones de los ejecutivos.

Pero las empresas pagan un precio muy alto por no extender la mirada más allá del trimestre siguiente. Varios investigadores afirman que las organizaciones que se pasan más tiempo ofreciendo orientación sobre los beneficios trimestrales tienen una tasa de crecimiento significativamente menor que las que ofrecen este tipo de orientación más espaciada. (Una razón: por lo general, las empresas obsesionadas con las ganancias invierten menos en investigación y desarrollo) [Mei Cheng, K. R. Subramanyam y Yuan Zhang. «Earnings Guidance and Managerial Myopia», SSRN Working Paper N. 854515, noviembre de 2005]. Logran cumplir sus objetivos a corto plazo, pero ponen en peligro la salud de la empresa a dos o tres años vista. Tal como definen los expertos que advierten sobre el establecimiento de objetivos: «La sola presencia de objetivos puede llevar a los empleados a concentrarse, como miopes, en los beneficios a corto plazo y a perder de vista los efectos a largo plazo potencialmente devastadores para la empresa» [Lisa D. Ordonez, Maurice E. Schweitzer, Adam D. Galinsky y Max H. Braverman. «Goals Gone Wild: The Systematic Side Effects of Over-Prescribing Goal Setting», Harvard Business School Working Paper N. 09-083, febrero de 2009].

Tal vez eso no sea tan claro en ningún otro caso como en la debacle económica que afectó a la economía mundial en 2008 y 2009. Todos los jugadores del sistema se habían concentrado solamente en las recompensas a corto plazo: el comprador que quería una casa; el agente hipotecario que quería una comisión; el agente de cambio y bolsa que quería vender nuevos productos financieros; el político que quería tener una economía próspera para su reelección... y todos ellos ignoraron los efectos a largo plazo de sus acciones sobre ellos mismos y sobre los demás. Cuando la música dejó de sonar, el sistema prácticamente se hundió. Es la naturaleza misma de las burbujas económicas: lo que parece una exuberancia irracional acaba siendo un caso grave de miopía extrínsecamente provocada.

En contraste, los elementos de la motivación genuina que exploraremos más adelante, por su naturaleza misma, desafían la visión a corto plazo. Pongamos, por ejemplo, el dominio de algo. El objetivo en sí conlleva, de forma inherente, la idea del largo plazo porque el dominio total, en cierto sentido, es inalcanzable. Ni siquiera Roger Federer, por ejemplo, dominará nunca totalmente el juego del tenis. Pero introducir una recompensa de tipo «si/entonces» para ayudar a desarrollar el dominio de algo suele provocar que el tiro salga por la culata. Es el motivo por el cual los alumnos de colegio a los que se paga por resolver problemas suelen elegir los problemas más fáciles y, por tanto, aprender menos [Roland Bénabou y Jean Tirole. «Intrinsic and Extrinsic Motivation», Review of Economic Studies 70 (2003)]. El premio a corto plazo prevalece ante el aprendizaje a largo plazo.

En los entornos en los que las gratificaciones extrínsecas son sobresalientes, hay mucha gente que solo trabaja hasta alcanzar la recompensa, nunca más allá. De modo que si los alumnos obtienen un premio por leer tres libros, la mayoría no elegirán un cuarto libro, ni mucho menos desarrollarán una afición por la lectura. Exactamente igual que los ejecutivos que completan sus objetivos trimestrales no suelen producir ni un euro más, por no hablar de preocuparse de la salud de su empresa a largo plazo. En el mismo sentido, hay varios estudios que demuestran que pagar a la gente para que haga ejercicio, deje de fumar o se tome sus medicamentos produce al principio unos resultados excelentes pero, en cambio, la conducta saludable desaparece tan pronto como se eliminan los incentivos. Sin embargo, cuando no hay recompensas condicionales de por medio, o cuando se utilizan con la astucia adecuada, el rendimiento mejora y la comprensión se intensifica. La grandeza y la miopía resultan incompatibles: los logros importantes requieren levantar la vista y mirar al horizonte.