Menos de lo que queremos

Una de las escenas más famosas de la literatura estadounidense contiene una importante lección sobre la motivación humana. En el capítulo 2 de Las aventuras de Tom Sawyer, Tom se enfrenta a la terrible tarea de encalar la verja de setenta y cinco metros cuadrados de la tía Polly. No está precisamente encantado con el encargo. «La vida le parecía hueca, y la existencia una carga», escribe Twain.

Pero justo cuando Tom ha perdido casi toda la esperanza, «nada menos que una gran, magnífica inspiración» florece en él. Cuando su amigo Ben aparece y se burla de Tom por su triste suerte, este se queda confundido. Aplicar pintura a una verja no es un trabajo deprimente, afirma. Es un privilegio fantástico... una fuente de, digamos, motivación intrínseca. El trabajo se vuelve tan fascinante que cuando Ben le pide dar unos cuantos brochazos, Tom se lo niega. Y no cede hasta que Ben le da su manzana a cambio de la oportunidad.

Pronto llegan más chicos y todos ellos caen en la trampa de Tom y acaban encalando la verja –con varias capas– por él. A partir de este episodio Twain extrae un principio clave de la motivación; en concreto «que el trabajo consiste en cualquier cosa que alguien se encuentra obligado a hacer y que el juego consiste en cualquier cosa que alguien no está obligado a hacer». Y prosigue escribiendo:

En Inglaterra hay señores muy ricos que conducen diligencias de cuatro caballos a distancias de veinte o treinta millas en una línea regular, durante el verano, porque al hacerlo les cuesta mucho dinero; pero si les ofrecieran un salario por prestar ese servicio, eso lo convertiría en un trabajo, y entonces renunciarían.1

En otras palabras, las gratificaciones pueden provocar una forma extraña de alquimia en el comportamiento: pueden transformar una tarea interesante en una carga. Pueden convertir el ocio en trabajo; y, al reducir la motivación intrínseca, pueden hacer caer el rendimiento, la creatividad y hasta el comportamiento recto como fichas de dominó. Llamémoslo efecto Sawyer.* Una muestra de experimentos curiosos por todo el mundo revela los cuatro reinos en los que se produce este efecto, y muestra de nuevo el desajuste entre lo que sabe la ciencia y lo que se hace en los negocios.

La motivación intrínseca

Los científicos de la conducta como Deci empezaron a descubrir el efecto Sawyer hace casi cuarenta años, aunque ellos no utilizaban este término. Se referían a las consecuencias contraintuitivas de los incentivos extrínsecos como «el coste oculto de la recompensa». De hecho, era este el título del primer libro que apareció sobre el tema, un volumen de investigación de 1978 editado por los psicólogos Mark Lepper y David Greene.

Uno de los primeros estudios de Lepper y Greene (que llevaron a cabo con un tercer colega, Robert Nisbett) se ha convertido en un clásico de su especialidad y está entre los artículos más citados de la literatura de la motivación. Los tres investigadores observaron a una clase de alumnos de preescolar durante varios días e identificaron a los niños que elegían dedicar su «tiempo libre» a dibujar. Luego idearon un experimento para probar el efecto de recompensar esta actividad de la que los niños claramente disfrutaban.

Estos investigadores dividieron la clase en tres grupos. El primero era el del «premio esperado». Le mostraron a cada uno de los niños un diploma de «buen jugador» –adornado con una cinta azul y con el nombre del niño impreso– y le preguntaban si quería dibujar para obtener el diploma. El segundo grupo era el del «premio inesperado». A estos niños les preguntaban simplemente si querían dibujar. Si decidían hacerlo, cuando la sesión acababa los científicos le entregaban a cada niño uno de los diplomas de «buen jugador». El tercer grupo era el «sin premio»: a estos niños les preguntaban si querían dibujar, pero ni les prometían el diploma al principio ni se lo daban al final.

Al cabo de dos semanas, de nuevo en la clase, durante el tiempo de recreo los maestros pusieron papel y rotuladores mientras los investigadores observaban a los niños en secreto. Los niños que antes habían estado en el grupo del «premio inesperado» o «sin premio» dibujaron con el mismo goce que antes del experimento; en cambio, los del primer grupo –los que habían esperado y luego habían recibido el diploma– mostraron mucho menos interés y pasaron mucho menos tiempo dibujando.2 El efecto Sawyer se había apoderado de ellos. Incluso dos semanas más tarde, aquellos premios tan atractivos, tan normales en las aulas y en los cubículos, habían logrado convertir el juego en trabajo.

Para ser claros, no fueron necesariamente los premios los que empañaron el interés de los niños. Recuerda: cuando los niños no esperaban ningún diploma, recibirlo causaba muy poco impacto en su motivación intrínseca. Solo las recompensas condicionales (si haces esto, tendrás aquello) tenían un efecto negativo. ¿Por qué? Los premios «si (tal), entonces (cual)» exigen de las personas que renuncien a cierto grado de autonomía. Como los caballeros que conducían carruajes por dinero en vez de por diversión, ya no controlan totalmente sus vidas, y eso puede abrir una brecha en su motivación por la que se escapará el goce de su actividad.

Lepper y Greene reprodujeron esos resultados en varios experimentos posteriores con niños. A medida que pasaba el tiempo, otros investigadores llegaban a conclusiones similares con adultos. Una y otra vez, descubrían que las gratificaciones extrínsecas –en especial, las condicionales, esperadas, «si/entonces»– apagaban el tercer impulso.

Estas aportaciones fueron tan controvertidas –al fin y al cabo, ponían en duda una práctica habitual de la mayoría de las escuelas y empresas– que en 1999 Deci y dos colegas volvieron a analizar casi tres décadas de estudios sobre el tema para confirmar sus hallazgos. «La consideración detallada de los efectos de las recompensas analizados en 128 experimentos llevan a la conclusión de que las recompensas tangibles tienden a provocar un efecto significativamente negativo sobre la motivación intrínseca», determinaron. «Cuando las instituciones –familias, colegios, empresas o equipos deportivos, por ejemplo– se centran en el corto plazo y optan por controlar la conducta de las personas» provocan un daño considerable a largo plazo.3

Si tratamos de animar a un niño a aprender matemáticas a base de pagarle por cada página del cuaderno que entregue, probablemente acabará siendo más diligente en el corto plazo y perderá interés en las matemáticas a largo plazo. Imaginemos a un ingeniero industrial al que le encanta su trabajo y tratemos de conseguir que lo haga mejor condicionando su sueldo con un producto concreto: probablemente trabajará como un maníaco a corto plazo, pero a largo plazo perderá interés por su tarea. Como formula uno de los libros cumbre de la ciencia de la conducta: «La gente utiliza las recompensas esperando obtener el beneficio de aumentar la motivación y la conducta, pero al hacerlo, a menudo incurren en el coste oculto y no intencionado de mermar la motivación intrínseca de esa persona por la actividad».4

Este es uno de los hallazgos más sólidos de las ciencias sociales y también uno de los más ignorados. A pesar del trabajo de unos cuantos divulgadores expertos y apasionados –en especial de Alfie Kohn, cuyo profético libro de 1993, Punished by Rewards, expone una crítica devastadora hacia los incentivos extrínsecos–, insistimos en intentar motivar a las personas de esta manera. Tal vez tengamos miedo de apartarnos de la Motivación 2.0, a pesar de sus evidentes defectos. Tal vez no logremos adaptar nuestras mentes a la peculiar mecánica cuántica de la motivación intrínseca.

O quizá haya una causa mejor: incluso si aquellos que controlan las recompensas «si/entonces» activan el efecto Sawyer y asfixian el tercer impulso, tal vez, en realidad, consigan que la gente rinda mejor. Si este es el caso, tal vez no sean tan malos; de modo que preguntémonos: ¿las gratificaciones extrínsecas impulsan el rendimiento? Cuatro economistas fueron a la India a averiguarlo.

Alto rendimiento

Una de las dificultades de los experimentos en laboratorio que ponen a prueba el impacto de los motivadores extrínsecos como el dinero es el coste. Si vamos a pagar a gente para que rinda, hay que pagarle una suma significativa, y en Estados Unidos o Europa, donde el nivel de vida es alto, una suma significativa multiplicada por docenas de participantes puede acabar costando una factura demasiado alta para los científicos de la conducta.

En parte para sortear este problema, un cuarteto de economistas –entre los que estaba Dan Ariely, al que mencionaba en el capítulo anterior– se instalaron en Madurai, India, para calcular los efectos de los incentivos extrínsecos sobre el rendimiento. Como el coste de la vida en la India es muy inferior que en Norteamérica, los investigadores podían ofrecer mejores recompensas sin arruinarse.

Reclutaron a 87 participantes y les pidieron que jugaran a varios juegos –por ejemplo, lanzar pelotas de tenis a un objetivo, descubrir anagramas, recordar series de dígitos– que requerían habilidades motrices, creatividad o concentración. Para poner a prueba el poder de los incentivos, los experimentos ofrecían tres tipos de premio por alcanzar cierto nivel de rendimiento.

Un tercio de los participantes podía obtener un premio pequeño: cuatro rupias(entonces unos cinco centavos de dólar, equivalente a la paga de un día en Madurai) por alcanzar los objetivos de rendimiento. Otro tercio podía ganar una recompensa media: cuarenta rupias (o cinco dólares, la paga de dos semanas). El resto tenía acceso a una recompensa cuantiosa: cuatrocientas rupias (o cincuenta dólares, la paga de casi cinco meses).

¿Qué ocurrió? ¿Fue la cantidad del premio capaz de predecir la calidad del trabajo hecho?

Sí, pero no como esperaríamos. El caso es que el grupo que cobraba el premio medio no rindió más que los que cobraban el premio más bajo. ¿Y los que cobraban el superincentivo de cuatrocientas rupias? Fueron los peores de todos. En casi todas las pruebas, quedaron por detrás tanto del grupo medio como del grupo bajo. En el informe enviado al Federal Reserve Bank of Boston, los investigadores anotaron: «En ocho de las nueve tareas que hemos examinado durante los tres experimentos, los incentivos más altos produjeron el peor rendimiento».5

Volvamos un momento a esta conclusión. Cuatro economistas –dos del MIT, uno del Carnegie Mellon y uno de la Universidad de Chicago– emprenden la investigación para el Federal Reserve System, uno de los agentes económicos más poderosos del mundo. Pero, en vez de confirmar un principio empresarial sencillo (a mayor recompensa, mejor rendimiento), parecen refutarlo. Y no solo fueron estos investigadores estadounidenses los que llegaron a esta conclusión contraintuitiva. En 2009, expertos de la London School of Economics –alma máter de once premios Nobel de Economía– analizaron 51 estudios de planes corporativos de «pago por rendimiento».6 A ambos lados del Atlántico hay una amplia brecha entre lo que la ciencia aprende y lo que el mundo de los negocios hace.

«Muchas instituciones existentes ofrecen incentivos muy altos por exactamente el tipo de tareas que utilizamos aquí –escribieron Ariely y sus colegas–. Nuestros resultados desafían esta asunción. Nuestro experimento sugiere que no se puede asumir que introducir o elevar los incentivos mejore siempre el rendimiento.» De hecho, en muchos casos, los incentivos condicionales –esa piedra de toque con la que las empresas tratan de motivar a sus empleados– pueden ser una «propuesta perdedora».

Por supuesto, sin contar a los escritores remolones, pocos de nosotros pasamos el tiempo lanzando pelotas de tenis o resolviendo anagramas. ¿Qué pasa con las tareas más creativas, más parecidas a lo que hacemos realmente en nuestros trabajos?

Creatividad

Para hacer una prueba rápida de la pericia resolutiva, hay pocos ejercicios más útiles que el «problema de la vela». Ideado por el psicólogo Karl Duncker en la década de los treinta, se utiliza en una serie de experimentos de la ciencia de la conducta. Síguelo y piensa en cómo lo harías.

Te sientas a una mesa junto a una pared de madera y el instructor te ofrece los materiales que se ilustran en la imagen: una vela, unos cuantos clavos y una caja de cerillas.

{Presentación del problema de la vela}

Tu tarea es pegar la vela a la pared de manera que la cera no caiga sobre la mesa. Piensa un momento en cómo resolverías el problema. Mucha gente empieza tratando de clavar la vela a la pared, pero eso no funciona. Otros encienden una cerilla, funden un poco de cera de un lado de la vela y tratan de pegarla a la pared, pero eso tampoco funciona. Al cabo de cinco o diez minutos, a la mayoría se le ocurre la solución, que puedes ver a continuación.

{El problema de la vela resuelto}

La clave está en superar lo que se llama «rigidez funcional». Miras la caja y ves solo una función, como recipiente de los clavos. Pero si piensas sin limitarte, finalmente ves que la caja puede tener otra función: ser la base de la vela. Para retomar el lenguaje del capítulo anterior, la solución no es algorítmica (no sigue un camino marcado), sino heurística (alejarse del camino para descubrir una estrategia nueva).

¿Qué ocurre cuando presentas a las personas desafíos conceptuales como este y les ofreces recompensas a cambio de una solución rápida? Sam Glucksberg, psicólogo de la Princeton University, lo puso en práctica hace unas cuantas décadas cronometrando cuánto tardaban dos grupos de participantes en solucionar el problema de la vela. Le dijo al primer grupo que cronometraba su trabajo simplemente para establecer normas sobre cuánto se tardaba en resolver este tipo de problema. Al segundo grupo le ofreció incentivos. Si el tiempo de un participante era el 25 por ciento más rápido que el de toda la gente a prueba, el participante recibiría cinco dólares. Si era el participante más rápido de todos, el premio sería de veinte dólares. Con los ajustes de la inflación, se trataba de sumas de dinero muy atractivas por unos cuantos minutos de esfuerzo: una buena motivación.

¿En cuánto tiempo aventajó el grupo incentivado al resto en la resolución del problema? De promedio, tardó tres minutos y medio más.7 Sí, tres minutos y medio más. (Siempre que les cuento estos resultados a un grupo de empresarios, la reacción es casi siempre un grito ahogado, doloroso e involuntario.) En contradicción directa con los principios básicos de la motivación 2.0, un incentivo pensado para aclarar el pensamiento y agudizar la creatividad acaba por empañar el pensamiento y entorpecer la creatividad. ¿Por qué? Las recompensas, por su propia naturaleza, estrechan nuestro enfoque. Eso ayuda cuando el camino que lleva a la solución es claro; nos impelen a mirar adelante y acelerar. Pero los motivadores «si/entonces» son terribles para los retos como el de la vela. Como muestra este experimento, las recompensas limitaron el enfoque de las personas y ofuscaron una visión más amplia que les habría permitido ver las nuevas aplicaciones de viejos objetos.

Algo similar parece ocurrir con retos que se centran tanto en resolver un problema existente como en iterar algo nuevo. Teresa Amabile, profesora de la Harvard Business School y una de las investigadoras de la creatividad más importantes del mundo, ha probado a menudo los efectos de las recompensas condicionales sobre el proceso creativo. En un estudio, ella y dos colegas reclutaron a 23 artistas profesionales de Estados Unidos que habían hecho obras por voluntad propia y por encargo. Les pidieron que eligieran al azar diez obras encargadas y diez no encargadas. Luego Amabile y su equipo presentaron las obras a un grupo de artistas y conservadores de museos reconocidos que no sabían nada sobre el estudio, y les pidieron que opinaran sobre la creatividad y nivel técnico de las obras.

«El resultado fue bastante asombroso –escribieron los académicos–. Las obras encargadas fueron tachadas como significativamente menos creativas que las no encargadas, y, en cambio, no hay diferencias técnicas entre ellas. Además, los artistas afirmaron sentirse mucho más limitados cuando trabajaban en obras encargadas que cuando trabajaban para ellos mismos.» Uno de los artistas entrevistados describe el efecto Sawyer en acción:

No siempre, pero muchas veces, cuando estás haciendo una obra para otro, se convierte más en un «trabajo» que un placer. Cuando trabajo para mí, gozo plenamente de la creación y puedo quedarme la noche entera trabajando y ni me doy cuenta. En un encargo tienes que controlarte, tener cuidado con lo que quiere el cliente. [Teresa M. Amabile, Elise Philips y Mary Ann Collins. «Person and Environment in Talent Development: The Case of Creativity», en Talent Development: Proceedings from the 1993 Henry B. And Jocelyn Wallace National Research Symposium on Talent Development, editado por Nicholas Colangelo, Susan G. Assouline y DeAnn L. Ambroson (Dayton: Ohio Psychology Press, 1993), 273-274.]

Otro estudio con artistas llevado a cabo durante un período más largo demuestra que la preocupación por las gratificaciones externas puede llegar a perjudicar el éxito final. A principios de la década de los sesenta, los investigadores observaron a los estudiantes de segundo y tercer curso de la escuela del Art Institute of Chicago. Se fijaron en sus actitudes hacia el trabajo y determinaron si estaban motivados más intrínseca o extrínsecamente. Utilizando estos datos como referencia, otro investigador siguió a esos mismos estudiantes a principios de la década de los ochenta, para ver cómo progresaban sus carreras. Entre los hallazgos más crudos, en especial entre los hombres: «Cuanta menos evidencia de motivación extrínseca tuvieron en la facultad de Arte más éxito han tenido, tanto a los pocos años de graduarse como veinte años más tarde». Los pintores y escultores que estaban motivados intrínsecamente –aquellos para los que la felicidad de descubrir y los retos de la creación fueron su recompensa– fueron capaces de sortear los tiempos difíciles que inevitablemente acompañan a las carreras artísticas –teniendo en cuenta la clásica falta de remuneración y reconocimiento–. Y eso llevó a una paradoja más en el mundo de Alicia en el País de las Maravillas del tercer impulso: «Los artistas que desarrollaron su pintura y escultura más por el placer de la propia actividad que por las recompensas externas han acabado produciendo arte socialmente reconocido como superior –decía el estudio–. Son los menos motivados por perseguir recompensas extrínsecas los que al final las acaban recibiendo».9

Evidentemente, este resultado no es aplicable a todas las actividades. Amabile y otros han descubierto que la gratificación extrínseca puede ser eficaz en tareas algorítmicas –las que dependen de seguir una fórmula existente para lograr una conclusión lógica–. Pero para tareas más asociadas al hemisferio derecho del cerebro –las que exigen una resolución flexible de los problemas, inventiva o comprensión conceptual–, las gratificaciones condicionales pueden resultar peligrosas. A los individuos recompensados les suele costar más aplicar la visión periférica y elaborar soluciones originales. Este es también uno de los hallazgos más sólidos de las ciencias sociales; en especial a medida que Amabile y otros lo han ido refinando a lo largo de los años [Teresa M. Amabile. Creativity in Context (Boulder, Colorado: Westview Press, 1996), 119; James C. Kaufman y Robert Sternberg, eds. The International Handbook of Creativity (Cambridge University Press, 2006), 18]. Para los artistas, científicos, inventores, niños de colegio y todos los demás, la motivación intrínseca –el impulso de hacer algo porque es interesante, absorbente y todo un reto– es imprescindible para alcanzar un alto nivel de creatividad. Pero los motivadores «si/entonces» –que son la base de la mayoría de las empresas– a menudo ahogan, en vez de estimular, el pensamiento creativo. Mientras la economía avanza hacia un trabajo más conceptual y asociado al hemisferio derecho del cerebro –cada vez somos más los que nos enfrentamos a nuestra propia versión del problema de la vela– esta situación puede convertirse en la brecha más preocupante entre lo que la ciencia sabe y la empresa hace. [Jean Kathryn Carney. «Intrinsic Motivation and Artistic Success» (disertación inédita, 1986, University of Chicago); J. W. Getzels y Mihaly Csikszentmihalyi. The Creative Vision: A Longitudinal Study of Problem Finding in Art (Nueva York, Wiley, 1976)].

La buena conducta

Los filósofos y los profesionales de la medicina llevan mucho tiempo debatiendo sobre si hay que remunerar o no la donación de sangre.

Hay quienes argumentan que la sangre, como los tejidos o los órganos humanos, es especial y, por tanto, no tenemos que poder comprarla o venderla como si fuera un barril de petróleo o una caja de recambios. Otros afirman que deberíamos dejar de lado nuestra sensibilidad porque pagar por esta sustancia aseguraría su amplia disponibilidad.

Pero en 1970, el sociólogo británico Richard Titmuss, que había estudiado las donaciones de sangre en el Reino Unido, ofreció un argumento más atrevido: pagar por la sangre no solo era inmoral, sino también ineficiente. Si Gran Bretaña decidía pagar a sus ciudadanos para que donaran sangre, reduciría la provisión de sangre del país. Era una idea un poco extraña, hablando claro; los economistas se mofaron y Titmuss nunca puso en práctica su idea; fue una simple corazonada filosófica [Richard Titmuss. The Gift Relationship: From Human Blood to Social Policy, editado por Ann Oakley y John Ashton, edición ampliada y actualizada (Nueva York, New Press, 1997)].

Pero un cuarto de siglo más tarde, dos economistas suecos decidieron comprobar si Titmuss tenía razón. En un curioso experimento, visitaron un centro de sangre de Gotemburgo y encontraron a 153 mujeres interesadas en donarla. Luego –como parece ser habitual entre los investigadores de la motivación– dividieron a las mujeres en tres grupos [Carl Mellström y Magnus Johannesson. «Crowding Out in Blod Donation: Was Titmuss Right?» Journal of the European Economic Association 6, n. 4 (junio 2008), 845-863]. A las del primer grupo les dijeron que la donación era voluntaria: podían dar sangre pero no les pagarían nada. Al segundo grupo le ofrecieron un trato distinto: si donaban sangre, les pagarían a cada una de ellas cincuenta coronas suecas (unos siete dólares). El tercer grupo recibió una variación de esta segunda oferta: un pago de cincuenta coronas con la opción inmediata de ofrecer esta cantidad a una obra benéfica para niños con cáncer.

En el primer grupo, el 52 por ciento de las mujeres decidieron donar la sangre. Aparentemente se trataba de ciudadanas altruistas dispuestas a hacer una buena acción por sus conciudadanos incluso si no se les recompensaba.

¿El segundo grupo? La Motivación 2.0 nos llevaría a pensar que estas mujeres deberían estar un poco más motivadas. Se habían presentado, lo cual ya indicaba una motivación intrínseca. Obtener además unas cuantas coronas podía potenciar sus ganas de donar sangre. Pero –como probablemente ya habrás adivinado– no sucedió así. En este grupo, solo un 30 por ciento de las mujeres decidieron donar su sangre. En vez de hacer aumentar el número de donantes, ofrecer dinero a cambio lo redujo a casi la mitad.

Mientras tanto, el tercer grupo –que tenía la opción de entregar el pago directamente a una obra benéfica– obtuvo un resultado parecido al del primero: un 53 por ciento donaron sangre.*

Al fin y al cabo, la corazonada de Titmuss no era descabellada. Añadir un incentivo económico no produjo más del resultado deseado, sino menos. La razón: empañaba una acción altruista y dejaba a un lado el deseo intrínseco de hacer el bien [Otros estudios han concluido que los incentivos económicos son especialmente contraproducentes cuando el acto benéfico es público. Véase Dan Ariely, Anat Bracha y Stephan Meier, «Doing Good or Doing Well? Image Motivation and Monetary Incentives in Behaving Prosocially», Federal Reserve Bank of Boston Working Paper n. 07-9, agosto de 2007]. Y el motivo principal de donar sangre es hacer el bien. Interesante es lo que se dice al respecto en el folleto de la Cruz Roja estadounidense: «Un sentimiento que no se paga con dinero». Por eso las donaciones voluntarias aumentan siempre cuando ocurren desastres naturales y otras calamidades [Bruno S. Frey. Not Just for the Money: An Economic Theory of Personal Motivation (Brookfield, Vt.: Edward Elgar, 1997), 84]. Pero si los gobiernos pagaran a los ciudadanos para ayudar a sus vecinos durante estas crisis, las donaciones tal vez menguarían.

Dicho esto, en el ejemplo sueco la gratificación tampoco fue del todo destructiva. La opción inmediata de donar las cincuenta coronas en vez de quedárselas pareció negar este efecto. Eso también es de gran importancia: no se trata de que todas las recompensas sean siempre malas. Por ejemplo, cuando el gobierno italiano concedía a los donantes de sangre tiempo libre en sus trabajos, las donaciones aumentaron [Nicola Lacetera y Mario Macias. «Motivating Altruism: A Field Study», Institute for the Study of Labor Discussion Paper n. 3770, 28 de octubre de 2008]. La ley quitó un obstáculo al altruismo. De modo que, aunque haya unos cuantos defensores que nos quieran hacer creer en el mal que conllevan los incentivos extrínsecos, eso no es empíricamente cierto. Lo que sí es cierto es que mezclar las gratificaciones con tareas inherentemente interesantes, creativas o nobles –usándolas sin comprender la especial ciencia de la motivación– es un juego muy peligroso. Cuando se utilizan en estas situaciones, las recompensas «si/entonces» suelen hacer más mal que bien. Ignorando los ingredientes de la motivación genuina –la autonomía, el dominio y la intención–, ponen límites a lo que cada uno de nosotros es capaz de conseguir.