Introducción

¿Por cuántos caminos entre las estrellas debe el hombre impulsarse a sí mismo en la búsqueda del secreto final? La jornada es difícil, inmensa, a veces imposible, sin embargo, eso no nos impedirá a algunos de nosotros hacer el intento.

Ya nos hemos unido a la caravana, se podría decir en cierto punto; viajaremos tan lejos como podamos, pero tan sólo en una vida, no podemos ver todo lo que nos gustaría ver, ni aprender todo lo que anhelamos saber.

Loren Eiseley
The Immense Journey

La vida es una “viaje inmenso” y cada uno de nosotros sólo tiene una vida para llevarla a cabo. Recorreremos nuestro camino constante e implacablemente moldeando, acrecentando, modificando nuestro curso incierto, realizando actos que nunca volveremos a hacer sobre un sendero que jamás volveremos a pisar. Cada momento nos acerca más, de una manera imperceptible, al final de la jomada, y cuando finalmente llegamos todo nos parece simplemente un recuerdo vago y confuso en la memoria, inexplicable, como un sueño interrumpido, que se experimentó, pero que se ha olvidado a medias y que parece no tener ningún propósito.

Y, sin embargo, todos y cada uno de nosotros emprenderemos nuestra jomada única.

Mi jomada personal ha sido buena. Me ha llevado por una niñez llena de sorpresas y maravillas, una adolescencia dolorosa, pero emocionante en revelaciones, y una edad adulta que ha solidificado mi vida. Me ha dado una vocación significativa que ha sido mi mayor alegría y que me ha ofrecido miles de oportunidades viables y desafiantes. Me ha llevado a todos los estados de la Unión Americana y a todos los continentes del mundo. Me ha ofrecido la oportunidad de compartir conocimientos y sabiduría con niños al igual que con eruditos de edad.

Me ha puesto en contacto social íntimo con culturas de sorprendentes diferencias y con seres humanos, desde campesinos en remotas aldeas tropicales, hasta personas sumamente mundanas de complicadas culturas.

En una tarde ardiente y dorada en la que viajaba en autobús por el sur de la India, vi a una mujer. Iba envuelta en desteñido sari y caminaba alejándose del camino, erguida, fuerte y con determinación.

Guardando perfecto equilibrio sobre su cabeza, llevaba un pesado cántaro con agua. El desierto a su derredor era inmenso. No se veía ningún indicio de dónde venía, y menos de hacia dónde iba, a no ser que le llevara agua a la puesta del sol. Hizo una pausa momentánea y nuestros ojos se encontraron y nos conocimos.

Un hermoso campesino de Nepal, sin dientes, una noche me recibió en su casa. Era una choza de techo de paja que albergaba a su familia, a su equipo para el campo y a todos sus animales. La conversación a excepción de señas, era imposible, solamente una sonrisa, el contacto visual y algún roce corporal. Él no tenía idea de dónde estaba América, nunca había hablado con un occidental ni había viajado en automóvil.

Jamás oyó hablar acerca de la historia, no tenía interés en la política ni por nada más allá de su aldea. Sin embargo, aunque sólo por una noche, estuvimos unidos afectuosamente. Cuando llegó el momento de partir, sintiendo que tal vez nunca más nos volveríamos a ver, caminamos del brazo hasta el final de la aldea y lloramos al decirnos adiós. Aún seguirnos unidos.

Un joven y apresurado hombre de negocios, me ayudó a orientarme en una bulliciosa tarde húmeda y llena de smog en Tokio. Se desvió kilómetros de su camino para indicarme la dirección que yo andaba buscando. En el corto tiempo que estuvimos juntos casi no hablamos.

Finalmente, nos hicimos una reverencia y él se fue rápidamente a seguir su camino. Una parte de mí se fue con él.

Un adolescente en Brooklyn, Nueva York, se me acercó roil entusiasmo después de una conferencia, con un brillo de alegría en su mirada. Me anunció con firmeza que yo le acababa de ayudar en su rebelión, y ahora tenía una causa, la cual era conservar su propio potencial. En ese momento compartimos nuestra meta común con un cálido abrazo. A menudo todavía pienso en él y me pregunto qué será de au vida.

Una niña de kindergarten, en cuya clase yo había enseñado, me miró con extrañeza en una ocasión en que estaba en la cafetería con la charola de comida en las manos y me preguntó: “¿Tú comes?” ¡Le encantó la carcajada que solté! Ambos compartimos la alegría y yo la revivo cada vez, que cuento la anécdota.

Durante esos breves momentos en que nos encontramos, yo fui y aún soy esa mujer hindú, ese campesino nepalés, ese hombre de negocios japonés, ese estudiante neoyorquino y esa niña de kindergarten. Todos somos uno en el mismo aspecto, en nuestra calidad de seres humanos. Cuando nuestras mentes no se pudieron encontrar, nuestros corazones fueron el lazo común. Cuando el lenguaje de uno fue un misterio para el otro, lo resolvieron nuestros ojos y brazos.

Todas esas personas que he conocido, independientemente de las diferencias que existan entre nosotros, estaban empeñados de manera singular y con mayor o menor éxito, en el recorrido de esa inmensa jomada. Algunas se desenvolvían en la maravilla tecnológica, otras en la magia primitiva; algunas descansan en la opulencia material y otras en la mayor sencillez, e inclusive en la desesperación de la pobreza; algunas estaban equipadas con una sólida educación formal, y otras utilizaban solamente sus inclinaciones naturales enriquecidas por la experiencia. No obstante, todas tenían un fuerte lazo común: su calidad de seres humanos, su profunda necesidad de sobrevivir, de realizar su experiencia, de amar y de ser amadas, de superar la soledad y el aislamiento, de hacer uso de sus esfuerzos creativos para hacer las cosas más cómodas y hermosas, tanto para ellas como para sus seres queridos, de intentar comprender su mundo y la parte que les corresponde representar en él. Todas ellas comparten esa singular cualidad universal: la de una muerte inminente. Voluntaria o involuntariamente, cada persona se encontraba obligada a aceptar el desafío de su viaje personal, equipada, por decirlo así, con lo que era, a sabiendas de que se dirigían hacia el mismo final.

Es evidente que muchas personas triunfaron. Parecían estar en contacto constante con su calidad única de seres humanos y eso era suficiente. Otras fracasaron.

Cada una de estas personas constituía la historia de toda la humanidad, pero también formaban parte de la historia única que sólo sus vidas escribirían. Ya que en cada una de ellas, y en el mundo en el cual vivían, existía mucho más futuro que pasado. Era su calidad de personas que a cada momento creaba y volvía a crear el mundo.

¿Acaso cualquiera de nosotros éramos menos personas debido a que nuestras vidas eran más o menos complicadas, civilizadas o aisladas? ¿Acaso el camino de ellos era tan válido como el mío?

¿Estaba Confucio en lo correcto al postular que todos nuestros pensamientos llegan a las mismas conclusiones y nuestros caminos conducen al mismo sitio, independientemente del recorrido que hagan?

Durante siglos, las personas como nosotros, al igual que los grandes líderes religiosos, los científicos y los educadores, han estudiado y reflexionado sobre la búsqueda continua del hombre por las respuestas humanas a estas preguntas.

Abraham Maslow lamentó que el proceso era “endiabladamente difícil de llevarse a cabo por medio del estudio científico”, pero, sin embargo, hizo mucho por dignificar las dudas y dar las respuestas en lenguaje humano. Describió la universalidad de la humanidad, el carácter común de nuestras experiencias, nuestros intentos por realizamos a nosotros mismos, nuestras necesidades como seres y nuestras necesidades por deficiencia. Durante su vida produjo una gran abundancia de evidencia científica respecto a nuestra “vida interior especial” como seres humanos. Y a lo largo de toda una vida se preguntó por qué algunos de nosotros somos capaces de llegar a ser lo que somos, y por qué otros parece que “no la hacen”.

Él declaró:

Solamente una porción muy reducida de la población humana alcanza el punto de identidad, o de individualidad, de la cualidad plena de seres humanos, de la autorrealización, etcétera, inclusive en una sociedad como la nuestra, que es relativamente una de las más afortunadas sobre la faz de la tierra. Esta es la gran paradoja. Tenemos el impulso para alcanzar el pleno desarrollo de nuestra calidad humana. Entonces, ¿por qué este desarrollo pleno no se da más a menudo?

Los siguientes capítulos celebrarán la calidad humana universal. Intentarán ofrecer un punto de vista histórico de los principios éticos que han guiado a nuestra humanidad. También examinarán el aspecto de lo que significaría vivir una plena calidad humana en nuestra sociedad actual. Finalmente, presentarán el último desafío a aquellos de nosotros que estamos ansiosos por vivir nuestra vida lo más plenamente posible antes de nuestra muerte. A fin de que quizás podamos evitar lo que el gran líder religioso, Mahatma Gandhi, nos advierte en su autobiografía:

Conozco la superstición de que la autorrealización es posible solamente en la cuarta etapa de la vida, i.e., en sannyasa (renunciación). Sin embargo, es materia del conocimiento común la idea de que aquellos que posponen su preparación para esta invaluable experiencia, y la dejan para la última etapa de su vida, alcanzan no la autorrealización, sino la vejez, que se puede comparar con una segunda y lastimosa infancia, la cual viven con una carga en esta tierra.