Biff: “sencillamente no me puedo asentar, mamá, no puedo asentarme en alguna clase de vida”.
Arthur Miller
Muerte de un vendedor
Sucedió durante ese verde y loco verano mando Frankie tenía doce años. Fue el verano en el que ella ya llevaba mucho tiempo de no ser miembro de nada. Ya no pertenecía a ningún club y ya no era miembro de nada en el mundo. Frankie se había convertido en una persona desarticulada que vagaba por los vanos de las puertas y tenía miedo.
Carson McCullers
Miembro de la boda
De todas las etapas de la vida, aquella que más recordamos es, quizá, la de la adolescencia, pues parece que no hay otra etapa más llena de conflictos, malentendidos y angustias. Recordamos muy bien la mezcla de dolor y deleite que durante ella experimentamos.
Guardamos en la memoria lo incomprendidos que nos sentimos, lo voluble que éramos, cuánto anhelábamos la aceptación de los demás, qué tan desesperadamente solos nos sentíamos. Nos preguntamos cómo empezó todo eso y en qué punto, finalmente, nos las arreglamos para sobrevivir y resolver la etapa, si es que en verdad lo hicimos.
La infancia fue una época de “dependencia activa” en la que estábamos a merced de los demás. Pero también durante la infancia adquirimos conciencia de nuestra dependencia luchamos por liberamos, aunque no nos dimos cuenta de quién o de qué. Inconscientemente nos percatamos de que, para usar las palabras de Norton, habíamos sido “mal identificados”, de que no éramos esclavos, sino personas como los "otros” en nuestra vida y no solamente derivaciones de ellos. Y decidimos descubrirnos a nosotros mismos.
Fue en este punto en el que construimos el puente entre la infancia y la adolescencia. Pero inclusive una infancia plena no nos preparó totalmente para la adolescencia. Esta nueva etapa fue para nosotros totalmente nueva en sus valores, obligaciones y virtudes. Exigía de nosotros un nuevo y más agresivo modo de vida, en el que lo que aprendimos en la infancia jugaba un papel mucho menor.
Como cuando éramos niños no teníamos una identidad real, llegamos a la adolescencia sin ese concepto del “yo” tal cual asimos, ni a las elecciones inherentes a él. Entramos en la etapa de la adolescencia viendo a la vida como rebosando posibilidades, sólo para descubrir que esas posibilidades, en realidad, tenían un acceso muy limitado y muy a menudo frustrante. Al asumir la lucha por encontrar el “yo”, no solamente nos Convertimos en un problema para los demás, sino también para nosotros mismos. Como nuestras autoridades responsables siempre habían hablado por nosotros, estábamos muy mal equipados para hablar por nosotros mismos. Teníamos que descubrir símbolos nuevos y más personales. Esta etapa requirió de nuestro primer y último acto de liberación de la dependencia de la infancia. Por lo tanto, necesitábamos nueva información. Por necesidad tuvimos que proyectamos más aún dentro de nuestro nuevo y aterrador mundo.
Al igual que en la mayoría de las experiencias de prueba y error, teníamos que asumir una actitud más defensiva, un modo de vida más agresivo. Teníamos que estar dispuestos a correr nuevos riesgos y a entrar de lleno en la experimentación, sin preocupamos mucho por las consecuencias. Teníamos que llevar los comportamientos a los extremos, ser agresivos, incluso insolentes, para poder encontrar nuestro camino. Nos descubrimos asumiendo compromisos apasionados, que abandonábamos tan rápido y abruptamente como fueron adquiridos.
No es de sorprender que la adolescencia se considere una de las tareas más hercúleas en el desarrollo humano. Es también una tarea de capital importancia, pues su primordial propósito es desarrollar y conciliar, por vez primera, nuestra persona única. En ella, por primera vez nos damos cuenta de que no somos ellos,sino nosotros.Lo triste es que los adultos y la sociedad aborrecen las características vitales de la adolescencia, tan necesarias para la realización del yo y, por lo tanto, la mayoría de las veces son frustradas.
No es de extrañar que uno de los principales problemas de la adolescencia es sentir que nadie nos comprende y todos nos juzgan mal. Nos sentimos proscritos y solitarios. Los demás no comprenden que no deben tomar nuestra conducta como algo personal, nuestras inconsistencias, nuestra insolencia, nuestro resentimiento, nuestros juicios a priori. Ellos constituyen una nueva forma de probar y explorar nuestras potencialidades. Todavía no podemos tomar decisiones firmes, ya que ni siquiera estamos seguros de quiénes somos o qué opciones tenemos. Cada acción imprecisa, cada juicio controvertible, cada incongruencia, es un medio para concibamos con el yo que se va desnudando y desdoblando.
Durante años, los psicólogos y educadores se han desconcertado por la característica de aferrarse a un grupo que se da en la adolescencia. La han considerado como la manera en la que el adolescente busca identidad como parte de un grupo. Pero si profundizaran más, quizá descubrirían, como Norton sugiere, lo superficial de esta observación.
En realidad, él ser humano en la adolescencia se siente más desasociado y aislado que en cualquier otra etapa de su vida. Su apego a un grupo parece meramente lo que Norton llama “una capa que cubre una soledad plenamente consciente y profunda”. Es una forma de encubrirse para no revelar su individualidad hasta estar más seguro de su realidad.
De hecho, esta desarticulación personal es quizá la fuerza más importante que puede impulsar al adolescente a autorrealizarse. En esta soledad encontrará el espacio necesario para explorar, experimentar e intentar tomar muchas de las decisiones importantes de la vida. Decisiones respecto al trabajo que desea desempeñar, decisiones respecto al matrimonio y a los hijos, y decisiones respecto al estilo de vida que quiere llevar. Tendrá que explorar entre los cientos de opciones que tiene ante sí y aceptarlas o descartarlas de acuerdo con sus necesidades personales, si quiere satisfacer su deseo de independizarse de su hogar y de sus padres y llegar a ser una persona separada y diferente.
Este es el requisito más importante de la adolescencia. Es una época para la introspección, para ensayar y probar, para desarrollar la suficiente autonomía que le permita llegar a los juicios que determinarán el primer concepto del yo.
Es evidente que el adolescente que funciona plenamente no es atractivo para el mundo de los adultos, debido a su comportamiento “ofensivo”, y casi siempre mal interpretado, pero dicho comportamiento es absolutamente necesario para que sobreviva como persona. Tal comportamiento, felizmente, es pasajero, pero se debe permitir para que el adolescente emerja como individuo, abrace su yo único y pase a la etapa de la madurez llevando su recién descubierta identidad firmemente en la mano.