A menudo he escuchado decir a los europeos, después de una estancia larga en Estados Unidos, que Europa les parece extrañamente pequeña. Hay varias expresiones en distintas culturas que aluden a ese contagio cultural. Los anglosajones, por ejemplo, empleaban una expresión para quienes pasaban tiempo en África: to go black under the skin, «volverse negro debajo de la piel». Por ello decía Chesterton que cuando viajas, lo más interesante no es tanto descubrir otros países sino regresara tu país y verlo como si fuese un país extranjero, como si fueses un extraño en tu propio país.
Y es que cuando adoptas otra cultura, abres los ojos y miras desde otra perspectiva, dejas de dar por sentado lo que siempre has hecho, cambias la vara de medir a las personas. Nada parece ya tan evidente, tan normal. Dejas de ser tú el centro del mundo, de la normalidad que te era tan familiar.
Cuando buceamos y nos impregnamos de otras culturas, casi siempre descubrimos algún aspecto inesperado, priorizamos algún valor específico al que no habíamos hecho demasiado caso, o una forma de hacer que nos puede resultar atractiva y que podemos incorporar a nuestra forma de vivir.
A nivel colectivo, es lo que está pasando con nuestra forma de medir la felicidad. Y todo empezó en un pequeño reino budista escondido en las montañas del Himalaya...