Dos días después, el joven se hallaba sentado en la galería que dominaba la piscina del centro deportivo municipal, esperando a la siguiente persona con la que se iba a entrevistar, su nombre era Peter Tansworth. La galería estaba vacía pero hasta el joven llegaban los gritos y las risas de los niños que se encontraban en la piscina.
– ¡Hola! ¿Es usted la persona con quien hablé por teléfono? – le gritó un hombre desde la orilla del agua.
– ¿El Sr. Tansworth?
– Yo soy – dijo sonriendo el hombre del traje de baño brillante.
– En breve estaré con usted. Dentro de diez minutos o así. Ya estamos terminando.
– Muchas gracias.
La escena le pareció al joven muy común. A primera vista no había nada raro en ella. Un grupo de unos 20 niños, disfrutando de su clase de natación. Pero a medida que los pequeños comenzaron a salir del agua el joven observó que a un niño le faltaba un brazo, otro no tenía piernas. Al seguir mirando se dio cuenta de que todos aquellos niños eran disminuidos físicos.
Unos minutos después el Sr. Tansworth llegó a la galería.
– ¡Hola! Mucho gusto en saludarle – dijo sonriendo mientras le estrechaba la mano al joven.
El Sr. Tansworth estaba ligeramente bronceado y poseía unos ojos grandes y sonrientes. El joven le relató su encuentro con el anciano chino y las entrevistas que ya había tenido con otras personas de la lista.
– Cuando conocí al anciano chino, hace ya casi cinco años, también resultó ser un punto crucial en mi vida – dijo el Sr. Tansworth. Entonces yo era el dueño de una importante empresa de informática. El negocio me iba muy bien. Ganar dinero había sido siempre mi primera finalidad en la vida y cuando cumplí los 35 años era millonario... pero también infeliz.
– ¿Por qué? – preguntó el joven.
– Como usted sabe alguien escribió: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?” Esta frase resume lo que era mi vida entonces. En mi carrera hacia la cúspide había ido perdiendo todas las cosas que realmente me importaban: mi esposa se había divorciado de mí. Tenía muy pocos amigos y cada día era simplemente una lucha por ganar más dinero del que nunca podría gastar.
Recuerdo que una Navidad me sentí tan desgraciado que me compré un Rolex para animarme. Me costó 5.000 libras y durante un momento me sentí orgulloso de mi adquisición. Pero media hora después aquella sensación me había abandonado ya y otra vez me sentí tan desgraciado como antes. Mirando hacia atrás, no puedo imaginar cómo pude creer que un reloj me haría feliz. Era como la mayoría de los demás relojes, todo lo que hacía era dar la hora.
Recuerdo muy bien aquel día, era el día de Nochebuena... las calles estaban llenas de gente y yo me senté en un banco de un centro comercial, mirando al frenético bullicio de la gente. Aunque estaba sentado entre miles de personas que pasaban junto a mí, nunca me había sentido tan solo. Aquella terrible sensación de soledad me hundía.
La Navidad puede ser un momento del año muy bonito, pero también puede ser una época solitaria y desgraciada. Cada año, cientos de miles de personas se sienten desgraciadas: aquéllos que no tienen familia o amigos, dinero, comida o casa. Para ellos Navidad es sólo un momento en el cual sus carencias parecen todavía mayores. Aquel día pude entrever lo desgraciada y solitaria que puede llegar a ser la vida, pero entonces ocurrió algo que cambiaría para siempre mi destino.
– ¿Qué fue? – preguntó el joven.
– ¡Se sentó a mi lado un anciano chino!
– El joven sonrió.
– El chino se volvió hacia mí y me dijo: “¿Sabía usted que el único momento durante los cuatro años que duró la primera guerra mundial, en que los soldados dejaron sus armas e hicieron la paz fue en la Navidad de 1914?” Yo no tenía la menor idea, ni tampoco el más mínimo interés en ello, pero sin embargo él continuó: “Los soldados ingleses y los alemanes salieron de sus trincheras y se felicitaron en tierra de nadie, compartiendo sus alimentos y su bebida.”
El Sr. Tansworth hizo una pausa y luego añadió,
– Parece increíble, ¿no?
– Sí. Supongo que sí – asintió el joven.
– Luego el anciano siguió: “Durante todo el año la gente busca la felicidad en el tener, en el adquirir y en que los demás los sirvan, pero tiene que llegar un momento como la Navidad para recordarnos que la verdadera felicidad sólo se encuentra en el dar y el servir.”
Las palabras del anciano chino me hicieron pensar en mi vida. Yo siempre había creído que uno es feliz adquiriendo cosas. Adquiriendo más dinero, un trabajo mejor, una casa más grande y un coche más rápido. Pero el hecho era que a pesar de haber adquirido todo lo que me había propuesto adquirir, seguía siendo desgraciado.
– Mantuve una larga conversación con el anciano y esa fue la primera vez que oí hablar de los 10 secretos de la Abundante Felicidad. A través de él conocí a algunas personas maravillosas que compartieron conmigo esos secretos y me ayudaron a enriquecer mi vida. Pero hubo un secreto que fue especialmente importante para mí... el secreto del dar.
Es increíble pensar que una de las cosas que más deseamos en esta vida, la felicidad, podamos obtenerla del modo más fácil... dándola. Esta es una de las leyes más mágicas de la Naturaleza: cuanto más da uno, más recibe. Es como sembrar. Por cada semilla que siembre, recibirá cien.
– ¿Cómo es posible dar algo que no se tiene? – preguntó el joven.
El Sr. Tansworth sonrió.
– ¡Esa es su gran belleza! Se consigue, al darla. Cuando usted da felicidad, instantáneamente la recibe de vuelta. Es como el perfume.
– ¿El perfume? – preguntó el joven.
– Sí. Es imposible echárselo a otros sin que le caigan también a usted algunas gotitas. Veamos por ejemplo la sonrisa. Si usted sonríe a alguien, invariablemente la otra persona le sonreirá a usted. La felicidad es como un boomerang, cuanto más da, más regresa hacia usted.
Estoy seguro que podrá usted recordar algún momento en el cual hiciera algo por alguien sin esperar nada a cambio, aunque fuera algo muy simple, como indicar una dirección a alguien que se ha perdido, ayudar a un ciego a cruzar la calle o simplemente acordarse del cumpleaños de un amigo. O felicitar sinceramente a otro, mostrarle su aprecio y darle las gracias.
– Sí, por supuesto – asintió el joven.
– ¿No le hizo ello sentirse bien? No porque la persona se mostrara agradecida, sino simplemente porque uno se siente bien cada vez que ayuda en algo a otro ser humano.
El joven recordó un suceso que le había ocurrido hacía algunos años. Una señora extranjera se le acercó preguntándole por una dirección. El lugar que ella buscaba estaba como a unos tres kilómetros de distancia. Era en pleno invierno, estaba nevando y la mujer temblaba de frío. Imposible que ella sola pudiera llegar hasta allí con tan mal tiempo. De modo que la llevó en el coche hasta donde ella quería ir. Ahora, mirando hacia atrás, recordaba lo bien que se había sentido aquel día.
– ¿Sabe usted? En el fondo los seres humanos no somos egoístas. Somos capaces de hacer por otros mucho más de lo que haríamos por nosotros mismos. La mayoría de los padres, por ejemplo, sacrifican con gusto su propia comodidad por sus hijos.
– Aquél día, en el centro comercial, después de hablar con el chino pasé por delante de un grupo humanitario que estaba cantando villancicos. Frente a ellos un gran cartel decía: “Ayuda a los que no tienen casa en esta Navidad.” Casi sin pensarlo fui a la tienda y devolví el Rolex. Al regresar entregué a la persona que recogía las contribuciones un cheque por 5.000 libras. Nunca olvidaré el asombro y la gratitud que se reflejaron en el rostro de aquella mujer. Las lágrimas llenaron sus ojos mientras mostraba el cheque a una compañera. “Esto va a hacer que todo sea diferente,” dijo. “Muchas gracias y que Dios le bendiga.” Entonces comencé a entender lo que me había dicho el anciano, pues recibí más placer al dar aquellas cinco mil libras y saber que iban a suponer una diferencia, aunque pequeña, en las vidas de otras personas, del que habría recibido llevando el reloj durante todo el resto de mi vida.
Recuerdo que hace algunos años leí sobre un padre que quería enseñarle a su hijo el valor del dar, a una edad muy temprana. Era el sexto cumpleaños del niño y su abuela le había regalado una gran cantidad de globos de colores llenos de helio. Después de la fiesta, el padre le dijo al niño que sabía cómo podían pasarlo muy bien con los globos... dando algunos a otras personas! Huelga decir que el niño no se mostró demasiado entusiasmado con la idea, pero el padre le aseguró que lo iban a pasar muy bien, hasta que finalmente, aunque con grandes dudas, el niño aceptó.
Fueron a un asilo de ancianos y el niño entró en el salón llevando en la mano los hilos de los 20 globos de helio, seguidamente dio un globo a cada una de las personas que allí había. De pronto todos se pusieron a reír y a hablar entusiasmados. Una anciana que no había tenido visitas durante los últimos tres años lloraba de emoción. Fue como si el niño hubiera accionado el interruptor, iluminando de pronto todo el lugar. Le dijeron lo maravilloso que había sido al acordarse de ellos y pronto todos estaban riendo y queriéndolo abrazar. El niño disfrutó tanto cada minuto de aquél suceso, que en el camino de vuelta a casa le preguntó a su padre cuando podrían volver a hacerlo otra vez. Aquella fue una lección que jamás olvidaría. A partir de entonces buscó la oportunidad de dar, en lugar de sólo retener.
– Es un relato muy bonito – dijo el joven.
– Permítame que le cuente otro que a mí me emociona de un modo muy especial – dijo el Sr. Tansworth. Hace algunos años conocí a un hombre llamado Paul que me contó cómo había aprendido el poder del dar, siendo estudiante universitario. A Paul, su hermano mayor le había regalado un coche nuevo el día de su 18 cumpleaños y naturalmente lo llevó a la facultad para enseñárselo a sus compañeros. Los jóvenes daban vueltas alrededor del flamante coche admirando todos sus detalles. “¿Qué os parece?”, preguntó Paul. “¡Es fantástico.”, respondió un muchacho bastante más joven que los demás, “¡Fantástico.”. Cuando Paul le explicó que era un regalo de cumpleaños de su hermano mayor el niño se mostró anonadado, “¿Tu hermano te lo ha regalado?”, preguntó. “¡Oh! ¡Cómo me gustaría...” Paul sabía lo que el niño iba a decir: “Como me gustaría tener un hermano así.” Pero lo que dijo fue algo totalmente diferente, hasta tal punto que sus palabras se le quedaron a Paul grabadas para todo el resto de su vida. El muchacho dijo: “¡Cómo me gustaría poder yo ser un hermano como el tuyo!”
A Paul le emocionaron tanto las palabras del niño que le ofreció dar una vuelta en el coche a la hora de la comida. El joven no podía ocultar su emoción y le preguntó a Paul si podía parar un momento frente a su casa. Paul sonrío para sí. Pensó que sabía lo que el niño quería, quería que sus amigos y vecinos vieran que llegaba a casa en un coche nuevo.
Diez minutos después se detenían frente a su casa y éste corrió adentro. Al momento salió empujando a un niño pequeño en una silla de ruedas. “¡Oh.”, exclamó el niño con los ojos muy abiertos. Entonces ocurrió algo que hizo que los ojos de Paul se llenaran de lágrimas. El joven dijo a su hermano pequeño: “Algún día, Sam, te voy a comprar un coche igual que este.” Al oír esto Paul dijo, “Sam, ¿quieres tú también venir a dar una vuelta en mi coche?”. Entre los dos subieron al coche al niño paralítico y fueron los tres a dar un paseo. Aquel día, el orgulloso dueño del coche nuevo entendió por primera vez en su vida por qué está escrito: “Es mayor la bendición de quien da, que la de quien recibe.”
– De este modo – dijo el Sr. Tansworth –, dando a los demás, no sólo apartamos la mente de nuestros problemas. Para mí es el más importante de los secretos de la Abundante Felicidad: todo lo que hay que hacer para traer felicidad a nuestras vidas es darla a otros.
Por eso siempre busco lugares y gente a los que pueda dar una ayuda, no sólo dinero, sino también tiempo. Ahora he tomado este trabajo en el que enseño a nadar a niños con deficiencias físicas. Me hace muy feliz contribuir a que sus vidas sean un poco más felices. No creo que pueda haber ninguna felicidad mayor que la que se obtiene cuando podemos ayudar o dar felicidad a otro ser humano.
En el camino hacia su casa el joven pensó en lo que el Sr. Tansworth había dicho en relación con su propia vida. Durante los años pasados, había estado tan involucrado en sus propios problemas que no se había preocupado por los de los demás. Nunca se le ocurrió pensar que el hecho de mostrar consideración hacia los demás y dedicar algún tiempo a hacer algo por ellos, especialmente por aquéllos más cercanos, le habría beneficiado a él más que a ningún otro.
Al llegar a casa resumió sus notas.
El Octavo secreto de la Abundante Felicidad es: el poder del dar.
La felicidad no se halla en tener ni en adquirir para nosotros mismos, sino en dar y ayudar a los demás.
Cuanta más alegría y felicidad damos, más recibimos.
Cada día puedo crear felicidad en mi propia vida, buscando la forma de dar felicidad a los demás.