Al día siguiente el joven estaba sentado en el despacho de la séptima persona de su lista. Se trataba del Dr. Howard Jacobson, de 42 años, alto y musculoso, con cabello abundante y ojos azules. Era el cirujano jefe más joven que jamás había tenido el hospital de la ciudad. Su despacho estaba en la planta superior de un alto edificio. Dos de sus paredes eran de cristal, lo cual le proporcionaba una hermosa vista de toda la parte oriental de la ciudad.
– Conocí los secretos de la Abundante Felicidad hace casi 20 años, dijo el Dr. Jacobson.
– ¿Le sirvieron de ayuda? – preguntó el joven.
– ¡Una ayuda definitiva! – dijo el Dr. Jacobson.
Cambiaron totalmente mi concepción de la vida. Hasta entonces yo nunca había sido feliz. Siempre “iba” a ser feliz más adelante. Inicialmente pensé que sería feliz al ir a la universidad, pero al llegar a ella nada cambió. Luego creí que sería feliz al graduarme como médico, pero tampoco fue así. Luego, cuando me convertí en cirujano. Cuando me casé y tuve hijos. Pero lo cierto es que, a pesar de tener éxito en la vida, una hermosa casa, una esposa y una familia adorable, nunca fui realmente feliz.
Mirando hacia atrás, creo que mis problemas comenzaron cuando a los diez años mi padre me mandó – contra mi voluntad – a un colegio interno. Mi madre había muerto en un accidente de coche el año anterior. Murió en el acto, según me dijo mi padre, quien escapó sin un solo rasguño.
Creo que subconscientemente siempre lo culpé por el accidente y aunque es terrible admitirlo, comencé a odiarlo.
– ¿Por qué? – preguntó el joven.
– Supongo que pensé que me mandaba a un colegio interno porque no me quería o no quería tenerme en casa.
El Dr. Jacobson hizo una pausa y miró por la ventana.
– Viví con ese odio durante 15 años – dijo, y luego, bajando un poco la voz continúo. Es difícil ser feliz cuando uno lleva en su interior tanto odio y tanto resentimiento.
Un día en el aeropuerto, iba a dar una conferencia en otra ciudad, de pronto oí por los altavoces: “Dr. Jacobson, por favor, pase por información.” Fui y me dieron un mensaje urgente: mi padre acababa de sufrir un infarto y estaba en la unidad de cuidados intensivos del hospital de la ciudad. Me senté y volví a leer el mensaje, confundido, sin saber qué hacer. Durante los últimos cinco años no había hablado con él.
Arrugué el papel e iba a tirarlo a la basura cuando de pronto alguien me preguntó si el asiento contiguo estaba libre. Levanté la vista y era... un anciano chino. Se sentó e inmediatamente comenzó a hablar. Me dijo que iba a ver a un amigo suyo que había perdido una pierna en un accidente de tráfico. Un coche pasó en rojo mientras él cruzaba la calle, destrozándole totalmente la pierna derecha. Tenía suerte de haber escapado con vida. Al parecer el conductor tenía mucha prisa y no vio al hombre que cruzaba tranquilamente la calle. “Odio a ese tipo de gente,” dije, pero el anciano me miró horrorizado. “¿Por qué odiar a alguien que ha cometido un error?” “En un momento u otro de nuestras vidas todos cometemos errores. Si odia usted a todo el que cometa un error, tendrá que odiar a todo el mundo... incluido usted mismo.”
Luego se giró hacia mí y sonriendo, me miró directamente a los ojos mientras decía, “En mi país tenemos un dicho: ‘Quien no perdona no es feliz’”
– No siempre es fácil perdonar – argumenté –, depende de lo grande que sea el error.
– Si así fuera – dijo el anciano –, el cielo sería un lugar muy solitario.
Luego habló durante unos cuantos minutos más y mencionó las leyes de la vida y los secretos de la Abundante Felicidad. Yo nunca antes había oído nada semejante pero al escucharlo a él algo vibró en mi interior. Unos minutos después el anciano chino me dejaba del mismo modo que me había encontrado, mirando el papel que tenía en la mano. Pero ahora yo sabía lo que quería hacer.
Cancelé el viaje y fui directamente a visitar a mi padre al hospital. Estaba acostado, con tubos por todos lados y un monitor cardíaco junto a la cama. Fui junto a él, me senté en el borde de la cama e hice algo que no había hecho desde que era niño... tomé su mano. El siguió sin moverse, pues ni siquiera podía hablar y los médicos creían que tampoco oía.
Me incliné sobre él y le susurré al oído, “Papá, soy yo, soy Howard.” Entonces ocurrió la cosa más hermosa que he experimentado jamás. Una lágrima rodó por su mejilla y por vez primera en muchos, muchos años, lloré. Había llegado el momento de perdonar y de olvidar el pasado.
Durante las dos semanas siguientes lo visité cada día y aunque sus ojos permanecían cerrados, al yo sostener su mano sus párpados se movían un poco y él apretaba ligeramente mi mano. Finalmente, el milagro por el que yo había estado orando ocurrió. Un día llegué al hospital y lo encontré totalmente despierto y tomando una taza de té.
Nos abrazamos – algo que no hacíamos desde que yo era niño. Aquella tarde hablamos más de lo que habíamos hablado durante los últimos 15 años. Entonces me enteré cómo había sido el accidente en el que murió mi madre y por qué se me había enviado a un colegio interno contra mi voluntad. Un camión perdió el control sobre una placa de hielo y golpeó al coche de mi padre por el lado del pasajero, muriendo mi madre en el acto. No fue culpa de nadie, fue un accidente. Y aunque en aquel momento no lo demostró, mi padre quedó internamente destrozado. Al hablar de ello las lágrimas volvieron a sus ojos. Mi madre y él habían sido novios desde niños. Entonces pensé en todo el dolor que había debido pasar mientras yo pensaba sólo en mí mismo. El tenía entonces un empleo muy bien pagado, pero que le obligaba a viajar con frecuencia al Extremo Oriente y a América. Por ello pensó que en un colegio interno yo estaría mejor atendido y recibiría una educación más completa.
Se suele decir que el tiempo cura las heridas, pero no es así. Es cierto que el odio y la amargura se van diluyendo con los años, pero salvo que estemos decididos a perdonar, nunca abandonan totalmente al alma. No, la clave del perdón no está en el paso del tiempo, sino en la comprensión. Los indios sioux tienen una oración maravillosa:
Oh, Gran Espíritu, apártame de juzgar o criticar a otro, mientras no haya caminado en sus mocasines durante dos semanas.
Con frecuencia culpamos a otros, pero nunca podemos estar seguros de que en las mismas circunstancias externas e internas, nosotros reaccionaríamos de un modo diferente. Por ejemplo, yo nunca pensé en lo que tuvo que pasar mi padre debido.a la muerte de mi madre, ni por qué insistió en que yo fuera a un colegio interno. Elegí verlo todo sólo desde mi punto de vista. Subconscientemente pensé que me mandaba a un colegio interno porque no me quería, cuando la realidad era justo lo contrario. Lo hizo porque pensó que era lo mejor para mí. También él había perdido a mi madre y sus obligaciones profesionales le impedían atenderme debidamente.
El joven pensó en su propia vida. En ella había muchas personas a las que debía perdonar. Rápidamente le vino a la mente su jefe, que siempre lo estaba presionando y también un amigo que hacía ya más de un año le había pedido dinero prestado sin devolvérselo hasta la fecha. De pronto pensó que nunca había considerado la situación desde el punto de vista de ellos.
– Puedo entender que cuando no ha habido malicia en el hecho, las cosas se deban perdonar, pero si alguien nos perjudica intencionalmente, ¿por qué hay que perdonarlo?
– preguntó el joven.
– ¿Y por qué no?
– ¡Porque algunas cosas son imperdonables! – argumentó el joven.
– No esté tan seguro de ello – dijo el Dr. Jacobson. Tomemos por ejemplo quienes abusan sexualmente de los niños. Difícilmente se puede pensar en un delito más odioso y repugnante, ¿no es así?
El joven asintió con la cabeza.
– ¿Sabe usted que el 95 por cien de los violadores de niños fueron a su vez violados siendo niños? ¿Está usted seguro de que si hubiera pasado lo mismo que ellos, no cometería los mismos errores?
– Supongo que no, pero no es tan fácil perdonar.
– Nadie ha dicho que sea fácil. Ya sabe lo que dicen: “Errar es de humanos, perdonar es divino.” Pero sirve de mucha ayuda considerar las cosas desde el punto de vista de la otra persona. Y, ¿que ocurre si no es usted capaz de perdonar? ¿Quién sufre? ¿Quién debe soportar las úlceras de estómago y la presión alta? ¡Usted!
– No si antes se cobra la deuda. Incluso la Biblia dice, “ojo por ojo y diente por diente.” ¿No es buena para el alma la venganza?
– La Biblia también dice, “Pon la otra mejilla” y “Deja la venganza a Dios.” Si cada vez que se nos ofende buscáramos vengarnos, como dijo una vez Mahatma Gandhi, “El mundo entero terminaría ciego y sin dientes.” La venganza no puede dar la paz, sólo alimenta más venganza. Es un círculo vicioso, que nunca termina.
Si su cuerpo está lleno de odio, ¿cómo puede haber en él lugar para el amor y la felicidad? El perdón libera a su alma del odio y crea espacio para que pueda entrar el amor.
El Dr. Jacobson caminó hasta el otro extremo de la habitación, donde había dos sillas de respaldo alto, apoyadas contra la pared.
– Es como estas dos sillas – dijo. Una de ellas es el amor y la felicidad, la otra el resentimiento y el odio. Y no puede llevar las dos al mismo tiempo.
– Bueno, se puede perdonar, pero no olvidar – insistía el joven.
– Eso no es perdonar. Perdonar es borrar todo, dejando la pizarra totalmente limpia. Es abandonar el odio y la condena, como quien deja caer una pesada roca. Si se aferra a la roca ella lo arrastrará. Déjela ir y no tendrá ya ningún poder sobre usted. Finalmente será libre. Por eso dijo Confucio: “Ser engañado o ser robado no es nada, salvo que uno siga recordándolo.”
Todas las religiones del mundo hablan del poder del perdón. ¿Cómo podernos esperar que Dios nos perdone si nosotros no perdonamos a los demás? El hombre que no es capaz de perdonar está quemando el puente sobre el cual tendrá que pasar él mismo pues todos, alguna vez, necesitamos ser perdonados.
– ¿Cuantas veces se puede perdonar a alguien?
– Tantas veces como le ofenda o le perjudique. Recuerde siempre que quien sufre por no perdonar es usted, pues usted es quien carga con el odio y el resentimiento. El perdón lo libera de todo eso. Por ello es tan importante, si quiere usted ser feliz. Sólo abandonando toda condena y todo resentimiento se puede experimentar la alegría y la felicidad. Creo que, con el tiempo, todos pagaremos nuestras malas obras, ya sea en esta vida o en otra. Si hay alguna ley de la que se pueda estar seguro en este universo, es la ley de causa y efecto, o como se dice: “Uno recoge lo que sembró,” nuestras acciones vuelven siempre a nosotros. Si usted cree esto, comprenderá que no tiene sentido mantener amarguras ni odios. Por supuesto, no estoy seguro de que el universo funcione de ese modo, tal vez yo esté equivocado, pero he elegido creer en ello y así soy más feliz.
¿Sabe a quien le va a costar más trabajo perdonar?
¿Hacia quién le resultará más difícil sentir compasión?
– No.
– ¡A usted mismo!
– ¿Qué significa eso? ¿Por qué no tendría yo que querer perdonarme a mí mismo?
– Cada vez que cometa un error del cual luego se lamente, debe recordar que todos somos seres humanos y que la mayor parte del tiempo tratamos de hacer las cosas lo mejor que podemos. Pero somos humanos y los humanos cometen errores. Todos hacemos cosas de las cuales luego nos avergonzamos y desearíamos poder cambiar.
De vez en cuando es bueno sentarse y verse a uno mismo como cuando era un niño pequeño. Sea amable con ese niño. ¿Cómo podrá ser feliz si no se ama y se respeta a sí mismo? Si Dios le perdona, ¿por qué no se perdona usted también? Un antiguo proverbio dice: “El sabio se cae siete veces cada día, pero se levanta otras siete!”
– Nunca antes lo había considerado de este modo – dijo el joven. Suena lógico, pero no parece que sea un sendero muy fácil de seguir. Todo lo que puedo hacer es intentarlo.
Antes de acostarse aquella noche el joven releyó sus notas:
El séptimo secreto de la Abundante Felicidad es: el poder del perdón.
El perdón es la llave que abre la puerta de la Abundante Felicidad.
Mientras tenga resentimientos y odio me será imposible ser feliz. Nadie sufre por mi amargura, sólo yo.
Los errores y los fallos son lecciones de la vida. Perdónate a ti mismo y perdona a los demás.
Recuerda la oración sioux:
“Oh Gran Espíritu, apártame de juzgar o criticar a otro, mientras no haya caminado en sus mocasines durante dos semanas”.