Hay que imaginar que una muerte inesperada hace dar comienzo, en nosotros, a un viaje.
El inicio del camino necesita del encuentro del alma con ciertas virtudes. Se precisa tener fe en que seremos capaces de alcanzar la meta de aprender lo que esta experiencia nos propone; fortaleza para poder soportar el dolor que nos causa; esperanza de que, aunque el presente sea muy duro, existirá un mañana mejor, y confianza en nuestras propias capacidades.
Éste es el punto de partida necesario sin el cual nada se puede empezar. Pero, inmediatamente, sentimos, cuando nos conectamos con estos afectos, abandono y desamparo. Creemos que la vida nos ha traicionado con esa muerte inesperada. No vemos el bien que puede venir, sino el mal que esta muerte nos está ocasionando. Nos sentimos impotentes y no queremos renunciar a la dependencia conocida donde encontrábamos cobijo.
Los peligros son, entonces, no sólo la resignación sino el no hacemos cargo y responsables de la tarea que nos toca. Éstos son los dragones que hay que vencer en esta etapa.
Si vencemos y seguimos avanzando, comenzamos a ponernos nuevamente metas para salir adelante, a desplegar energía y disciplina para concretarlas.
Se despiertan las ganas de luchar y pelear por la vida y de volver a ocuparnos de los otros y de nosotros, de cuidarlos y de cuidarnos.
Rompemos así el cascarón del egoísmo, del estar mirándonos desde "el ombligo" y comenzamos a darnos cuenta de que hay otros que sufren y padecen.
Cuando llegamos a este punto estamos listos para dar un salto y crecer: nos convertimos en buscadores de conocimiento, de las claves que nos permitan entender el sentido de lo que pasó, de afectos para sustituir el perdido y de proyectos para desarrollar nuestra capacidad creativa.
Anhelamos llenar el vacío que la muerte nos dejó, nos desprendemos del exceso de equipaje que nos ata a quien se fue, volvemos a amar la vida y podemos ser renovadamente creativos sin sentirnos culpables o en falta por ello. Comprendemos que el remordimiento es una trampa psicológica que nosotros mismos creamos.
Entonces percibimos que podemos ser los dueños de nuestras vidas, que esa muerte no fue inútil, que aprendimos a curarnos y que podemos ayudar a curar a otros, que sufren el mismo mal que nosotros sufrimos, a despegarnos y ser independientes y, especialmente, a vivir "sólo por hoy", porque el mañana está en las manos del destino.