Parece paradójico que sea la muerte la que pueda despertar el corazón a la vida o que un cerrar de párpados pueda abrir la luz de la mirada. Es que la muerte de otro ser amado nos arroja al centro de una tormenta cuya fuerza nos empuja irremediablemente hacia una encrucijada, a un punto de inflexión en donde estamos obligados a optar entre el sendero del abismo o el de la transformación.
Esto implica que la muerte puede representar, en una persona, un llamado al padecer y el dolor pero, también, al nacimiento de una verdadera crisis espiritual,una crisis de dimensiones tales que su biografía suele quedar marcada para siempre por este suceso.
¿Cómo se desarrolla esta crisis? El inicio suele estar señalado por el surgimiento de la sensación subjetiva de pérdida del sentidoy del para qué de la existencia. Esto se debe, en parte, a que la muerte del ser querido provoca un estupor y un vacío cuyo significado no puede explicarse sólo por esta desaparición física. Por el contrario, está ha sido el factor desencadenante que ha llevado a la persona a darse cuenta de que dentro de ella mora un anhelo profundo y antiguo, que no puede ser colmado con nada de afuera y que necesita manifestarse.
La persona habla de su desconsuelo, de que nada la colma, y atribuye tal vivencia al duelo que recorre, sin advertir que se trata de algo diferente que no alcanza a ser comprendido en su totalidad si lo piensa únicamente desde la perspectiva psicológica. Que no se trata exclusivamente de una emergencia emocional sino de un emerger espiritual.De la apertura de la puerta de la conciencia al universo transpersonal.
A esta experiencia se le agrega la aparición de miedos nuevosque conmocionan al ser. Se genera en el centro de la persona una crisis en torno de su identidad, una vaga pero viva sensación de extrañeza que la envuelve. La persona comienza a sentir que su yo, su mundo habitual y hasta su cuerpo se ven penetrados de una rara vivencia de cambio, un cambio que perturba y asusta. Es que algo también está muriendo dentro de ella y ya nada va a ser igual. La muerte simbólica, que está transitando, no es menos real que la de quien ha muerto físicamente y que ha sido el motivo desencadenante de este proceso, ya que así como es afuera es adentro.
Finalmente, luego de atravesar la pérdida del sentido de la vida y conectarse con los miedos que desatan los cambios, la persona percibe la necesidad de orientar su vida hacia algo distinto y superior, de relacionarse con algo con lo que habitualmente no está conectada. Nace en su alma (o renace) el deseo de la devoción, la necesidad de estar en contacto con la fuente milagrosa y misteriosa de la vida, la de sentir la certeza de la esperanza cumplida, la de saber que existe un plan de la existencia donde todo lo que sucede posee un sentido y que todo verdadero sentido está no en el afuera sino en el interior del corazón de cada cual. Que el dolor por la muerte de un ser querido, que lleva a alguien a sentirse también muerto, es el colorario y no la causa de una arraigada crisis espiritual que yacía dormida.
Que su melancolía es el factor catalizador de la transformación espiritual. Y que ese ser querido muerto le ha hecho el regalo de inundar su alma del deseo de comenzar un viaje alquímico, donde la pena es el plomo de lo que está destinado a convertirse en oro. La muerte ha logrado despertar, entonces, a la vida y se ha transformado de verdad amarga en certidumbre serena, de infierno en cielo.