Morir es el final de un proceso y el comienzo de otro. Cada ciclo que se repite es una esperanza que se renueva. Cada esperanza renovada es la certeza de un presente abierto a un horizonte de potencialidades donde nos reflejamos. De manera que la muerte, que golpea sobre nosotros, que nos sacude y conmociona, que nos acongoja y anega de pena, la muerte de esa persona que amamos es también un horizonte y un espejo desde donde nos miramos viéndonos tal cual somos.
Como espejola muerte nos devuelve lo que proyectamos de nosotros en esa pérdida y nos permite darnos cuenta de cuál es la naturaleza de la madera de que está hecha nuestra alma. Así, por ese medio, descubrimos nuestras soledades y nuestras compañías, nuestras fortalezas y nuestras debilidades, nuestras miserias y nuestras grandezas.
Como horizontela muerte nos enfrenta ante un límite cercano que también debemos cruzar, que nos despierta a la necesidad de apasionarnos por el presente, de vivirlo con la fuerza de quien tiene sed de vida.
Pero además de espejo y horizonte la muerte es maestra.Maestra que nos enseña y nos prepara, como Apolo a Quirón, para ser sabios y sanadores. ¿Podemos, acaso, desperdiciar esta experiencia? ¿Podemos morirnos sin aprender cómo la muerte de otros nos empuja al vivir?