La verdad es que no puedo echarte de menos porque estoy lleno de ti.
Anthony de Mello
Han pasado casi tres años de haber plasmado en palabras este libro y casi dos de su publicación. Cuando lo escribí lo hice llevado por una fuerza interior y misteriosa, como una respuesta en acto al anhelo de poner en voz una experiencia por la que había transitado en mi vida y que necesitaba comprender.
Nació de un modo impensado, como una especie de "mapa de viaje de mi alma" desde el sufrimiento a la luz, desde la pena a la alegría y desde la resistencia a la aceptación. Sin proponérmelo, resultó ser un camino sanador de mis heridas y una manera de reconciliarme con la vida. Luego, por la acción de al s cosas, se transformó en un texto que se independizó de mí y comenzó a rodar tocando a las almas de otras personas atravesadas por una historia similar.
Muchas de ellas se acercaron, de diversas maneras, para contarme que al leer el libro se habían sentido identificadas con lo escrito, como si mi texto hablara de ellas, o bien para decirme que su lectura las había ayudado en el proceso de sanar su dolor.
A todas y a cada una las sentí como hermanas con quienes compartíamos una misma historia y a sus palabras como una caricia generosa de la vida que me devolvía con creces la ayuda que Muertes inesperadas, al parecer, había derramado.
Sin embargo, en cada nuevo encuentro el borrador de una idea se iba transformando en una firme certeza: hay vivencias arquetípicas sobre la muerte, inscriptas en el corazón de los seres humanos, que se repiten una y otra vez. Que, independientemente de la singularidad de cada relato y cada historia, existe un repertorio común y restringido de posibilidades que se actualizan en cada presente, como modos diferentes de una misma estructura, que delatan la esencia universal de la condición humana. Que al vivir la que nos toca estamos reviviendo algo que yace dormido en el espíritu del hombre esperando su momento. Que cada muerte evoca todas las muertes, y que cada lágrima derramada a causa de la partida de un ser querido es un llanto por todos los muertos, aunque nuestra conciencia lo ignore.
Esta certeza me hizo descubrir que la muerte nos une y que la vida es lo que, a veces, nos separa. Que la muerte nos enseña a repensar la vida como una red y no como un muro. Que la vida es un coincidir sin coincidencias, que todo lo que nos sucede es lo que la vida nos ofrece porque es lo que debemos enfrentar. Que no hay errores en la existencia, sino aciertos. Que lo que vivimos, muchas veces, sólo podemos comprenderlo después de trascurrido, cuando la conciencia se serena y se abre a lo que el alma dice en emociones y vínculos y a lo que el cuerpo grita con sus síntomas.
Entonces, con la conciencia serena, podemos dejar de mirar a la muerte inesperada de un ser querido desde el ombligo de nuestro propio yo para verla desde la perspectiva del alma. Podemos dejar de tener con la muerte una relación tormentosa, de lamentarnos con la vida y de llorar por su injusticia, para comprender que aquélla es siempre significante, don, revelación y profecía, una experiencia que hay que saber interpretar y de la cual hay mucho que aprender.
Al tiempo de escribir estas líneas he recibido nuevamente el renovado dolor de una pérdida, pero me he dado cuenta de que el trabajo realizado no ha sido en vano. Que mi corazón ha reaccionado de otro modo y que, a diferencia de tiempo atrás, mi alma responde en paz al llamado de lo inesperado y espera confiada y que mi conciencia ha aprendido a tener fe en la vida. Que la muerte ha dejado de ser, para mí, un sacrificio inútil, para convertirse en un mensaje, y que la adversidad es un modo que tiene la vida para despertar mi conciencia a sus enseñanzas.
He agregado, en esta edición, un nuevo capítulo que intenta mostrar cómo la muerte inesperada de un ser querido reabre la herida esencial que cada quien trae en esta vida y cómo nos conecta con la dimensión arquetípica y transpersonal del hombre.
Quiero agradecer la generosidad de Claudio María Domínguez al prologar esta nueva edición y la energía que su presencia agrega como valor a este libro, a mis editores, y a mis seres queridos, especialmente a mi madre, que me ha ayudado, a su modo, en estos años, a reencontrar mi camino en la vida.
Eduardo H. Grecco
Primavera del 2000