La muerte es un inicio para quien la transita y para quienes quedan en la tierra. Pero no siempre se la visualiza y se la vive así, como una iniciación, como la primera etapa de un camino. Por el contrario, en muchas oportunidades, hacemos oídos sordos, cerramos nuestros ojos, nos hundimos e identificamos con lo fenecido y nos dejamos devorar por el dolor y la melancolía. Sencillamente, entonces, sucede que nos morimos con nuestros muertos.
Cuando esto ocurre es por que miramos la muerte como un mal y no como una oportunidad. Nos asomamos a la realidad de la existencia desde el cuerpo y no desde el alma. Nos olvidamos que el cuerpo es la parte del alma que ven nuestros sentidos, que el alma no muere, que con la muerte sólo cae una ilusión transitoria y se abre una promesa de renacimiento. Que el sendero continúa, que la evolución prosigue, que un nuevo amanecer espera.
Cuando vemos con los ojos del alma, la muerte resulta, entonces, ser una despedida oportuna, una partida necesaria que puede implicar, para nosotros que continuamos encarnados, un despertar espiritual. Las muertes pueden llegar a ser campanas que despierten la conciencia a la vida y el alma a la resurrección.