Pedro me decía, en una consulta, que él había sido buena persona, trabajador, fiel, generoso y que cuando su mujer murió arrollada por un auto sintió que el premio que la vida le daba por todo eso era un puntapié donde más le había dolido. Para él la muerte era una experiencia lo suficientemente trágica para que la vida careciera, ahora, de significado.
Para aprender a decir adiós y poder seguir recordando de un modo positivo hay que aceptar que la muerte es inevitable, que todos morimos, que no se trata de un ataque personal o un ataque privado. Que la muerte no ocurre para hacernos sufrir o castigarnos. Que la muerte de un ser querido sucede tal como les sucede a todos los hombres. Y que si acontece de un modo inesperado, como un cachetazo sorpresivo, no deja por eso de ser muerte, el final de una existencia terrenal.
Pero además de aprender esta lección, el carácter finito de la vida hace resaltar la importancia de su valor y de su término. Nos hace pensar en lo que debemos disfrutar mientras estamos vivos y no desaprovechar el tiempo en lamentos. No debemos dejar que una muerte inesperada se transforme en una muerte inútil.
Por eso la muerte de un ser amado no debe vaciar sino llenar de sentido nuestra existencia. Hacernos ver aspectos que antes no veíamos, aristas que antes no sentíamos, trazar proyectos que antes no soñábamos.
En esta búsqueda de sentido que permite decir adiós sin olvidar, uno percibe que la muerte es una fuerza poderosa y creativa. Que trabaja en silencio y de una manera permanente, y que cada cual elige, de un modo inconsciente, la propia muerte, como elige el modo de vivir la vida. Que Pedro tiene que llegar a comprender que su mujer eligió cómo terminar su vida y que si realmente la ama, debe respetar esa decisión del alma de su esposa. Que puede ser duro, difícil de "tragar" pero no menos verdadero y necesario.