El sentimiento de orfandad se funda en una respuesta ante la experiencia de la muerte de alguien amado: estoy solo.
Se trata de la soledad que nace de un profundo sentimiento de inseguridad y de sentirse víctima de la injusticia de la vida. Soledad que coloca a la persona en un lugar de impotencia y que hace nacer en ella el deseo de ser rescatada, es decir, de establecer una nueva dependencia, cuando en realidad la tarea que debería enfrentar es elaborar el dolor y la decepción y abrirse paso por sí misma, confiando en las fuerzas que atesora su alma.
La experiencia de orfandad es muchas veces necesaria para avanzar en el proceso de desapego. Es una herida sanadora, que puede despertar los curadores internos, hacernos madurar y crecer, y que nos obliga, si aceptamos el reto, a hacernos responsables de nuestra propia vida.
Hacernos cargo de nuestra vida no significa negarse a aceptar ayuda. Por el contrario, muchas veces, en esta situación de la vida, un libro, una persona, representan la "cita" que transforma el encuentro casual en una experiencia transformadora. Experiencia que nos ayuda a desplazar modelos de dependencia y sustituirlos por otros de solidaridad, ayuda mutua y desapego.
Pero ocurre que el sentimiento de orfandad puede dominar totalmente ante una muerte inesperada, por la simple razón de que este carácter de inesperado encuentra a la persona más vulnerable, peor parada. Cuando esto ocurre, una conducta posible es colocarse en el lugar de víctima, desprotegida o frágil. ¡No empujen que me quiebro en mil pedazos!, pareciera decir la persona. El "rebusque" emocional, evidente, es, entonces, una demanda de trato especial: la persona exige que se ocupen de ella, que se la tenga en consideración. Ante la necesidad del desprendimiento de lo perdido reacciona desmoronándose, como diciendo: "No puedo nada" y a veces hundiéndose progresivamente en el vacío existencial.