Así como la alegría expresa el encuentro o la presencia de algo amado, la tristeza es una emoción normal que nace como respuesta frente a una pérdida o ausencia. De esta manera convendría pensar la tristeza como "pena de amor".
El problema surge cuando esta emoción se transforma en algo que hace sufrir más allá de lo esperable e invade al sujeto a tal punto que toda su vida y todo su mundo quedan sumergidos bajo las aguas de la depresión o la melancolía, que sí son manifestaciones enfermas del alma.
La experiencia de la pérdida inesperada desencadena, en el sujeto, un proceso de "duelo" mediante el cual la persona elabora la privación del amor perdido.
Esta respuesta es saludable, porque permite aprender a separarse de lo perdido y a reparar las heridas que las pérdidas originan al yo. Quien no se entristece ante una pérdida no aprende y no crece. De modo tal que esta emoción existe para que el hombre pueda aprender y, en especial, aprender a no depender de los suministros externos del amor.
Estar triste es un trabajo del alma, una oportunidad para separarse, para desasirse y poder continuar el camino de la vida, dando gracias a lo perdido por lo que significó su existencia, para nosotros, y por lo que nos enseñó. Así como entristecerse es una conducta saludable de un psiquismo capaz de sentir el dolor de algo querido que no está o que se fue, la depresión y la melancolía son las expresiones enfermas de "los adictos al amor" o de una pérdida súbita e inesperada, traumática, que no deja espacio para reaccionar más que de este modo.