La muerte es un tránsito. Una estación. Debemos amar el amor y no a un amor, así como debemos estremecernos frente a la muerte y no ante una muerte.
Decir adiós es aprender a pasar del apego personal al amor impersonal, de la muerte personal a la impersonal. Es recordar a quien partió por lo que nos enseñó con su partida y no por los huecos y desnudeces que sentimos que nos dejó. Recordar no es verse desde el ombligo personal del egoísmo, el desamparo, la orfandad o la impotencia. Recordar es esperar con la certeza de haber avanzado un tramo en el camino.
Recordar necesita del decir adiós, del sentirnos libres para rememorar, desde ese lugar, a quien fue un compañero de viaje.
Recordar luego de decir adiós es un acto de amor, que no es hijo de la casualidad sino fruto de un trabajo de entrega y de desinterés, en el cual sin retener y sin engañarnos, mantenemos una conexión, alma a alma.