Esta historia demuestra la veracidad de aquel antiguo adagio: «Donde hay una voluntad, hay un camino». Esto me lo decía ese apreciado educador y clérigo, el extinto Frank W. Gunsaulus, que comenzó su carrera de predicador en los corrales de ganado de la región de Chicago.
Mientras el doctor Gunsaulus estudiaba en la universidad, observó muchos defectos en nuestro sistema educativo, defectos que creía que podría corregir, si fuera director de un colegio.
Se propuso organizar un nuevo colegio donde llevar a cabo sus propias ideas, sin los obstáculos de los métodos ortodoxos de la educación. ¡Necesitaba un millón de dólares para poner su proyecto en marcha! ¿Hacia dónde necesitaría tender las manos para obtener semejante suma de dinero? Ésa era la pregunta que absorbió la mayor parte de las reflexiones de ese joven y ambicioso predicador.
Pero no parecía que consiguiese progreso alguno. Todas las noches se acostaba pensando en lo mismo, y al día siguiente se levantaba con la misma idea. Siguió dándole vueltas, hasta que se convirtió en una obsesión.
Al ser un filósofo además de un predicador, el doctor Gunsaulus reconocía, tal como todos aquellos que tienen éxito en la vida, que un propósito definido es el punto inicial desde donde se ha de comenzar. Reconocía, además, que esa definición del propósito adquiere animación, vida y poder cuando está respaldada por un deseo ardiente de traducir ese propósito en su equivalente material.
Él conocía todas esas grandes verdades, y, sin embargo, no sabía dónde, ni cómo encontrar un millón de dólares. El procedimiento natural hubiera sido ceder y olvidarse del asunto, diciendo: «En fin, mi idea es buena, pero no puedo hacer nada con ella porque nunca podrá producir un millón de dólares». Eso es exactamente lo que la mayoría de la gente hubiese dicho, pero no es lo que el doctor Gunsaulus dijo. Lo que dijo e hizo son cosas tan importantes que ahora se lo presento al lector, para que él mismo sea quien lo explique.
«Un sábado por la mañana me senté en mi habitación pensando maneras de conseguir el dinero necesario para llevar a cabo mis planes. Durante casi dos años había estado pensando, ¡pero no había hecho otra cosa que pensar!
»¡Había llegado el momento de la acción!
»En aquel momento decidí que reuniría ese millón de dólares en el plazo de una semana. ¿Cómo? Eso no me preocupaba. Lo más importante era la decisión de conseguirlo en un plazo determinado, y quiero destacar que en el instante en que alcancé esa decisión, una extraña sensación de seguridad se apoderó de mí, de una manera que jamás había experimentado. Algo en mi interior parecía decir: “¿Por qué no has tomado esa decisión antes? Hace tiempo que ese dinero te espera”.
»Los acontecimientos se precipitaron. Llamé a los periódicos y anuncié que a la mañana siguiente pronunciaría un sermón titulado “Qué haría si tuviese un millón de dólares”.
»Me puse a trabajar de inmediato en el sermón, pero debo decir, con franqueza, que la tarea no era difícil, porque había estado preparándolo durante casi dos años.
»Mucho antes de la medianoche lo había terminado. Me fui a la cama y me dormí con un sentimiento de confianza, porque podía verme a mí mismo en posesión del millón de dólares.
»A la mañana siguiente me levanté temprano, me metí en el baño, leí el sermón y me arrodillé para pedir que mi sermón despertara la atención de alguien que me proporcionase el dinero que necesitaba.
»Mientras estaba rezando volví a sentir la seguridad de que el dinero estaba a punto de aparecer. En mi excitación, salí sin el sermón, y no descubrí mi descuido hasta que estuve en el púlpito, dispuesto a leerlo.
»Era demasiado tarde para volver por mis notas, ¡y fue una suerte que no pudiese hacerlo! En vez de las notas, mi propio subconsciente me proporcionó el material que necesitaba. Cuando me puse de pie pronunciar mi sermón, cerré los ojos y hablé con todo el corazón y el alma de mis sueños. No sólo hablé para mi audiencia, también me dirigí a Dios. Dije lo que haría con un millón de dólares, si Alguien me pusiera esa suma en las manos. Describí el plan que había ideado para organizar una gran institución educacional, en la que la gente joven aprendería a hacer cosas prácticas, al mismo tiempo que acumulaban conocimientos.
»Cuando terminé y me senté, un hombre se levantó lentamente de su asiento, a unas tres filas de los asientos traseros, y se acercó al púlpito. Me pregunté qué pensaría hacer. Entró en el púlpito, me tendió la mano y me dijo: “Reverendo, su sermón me ha gustado. Creo que puede hacer todo lo que usted ha dicho que haría si tuviera un millón de dólares. Para demostrarle que creo en usted y en su sermón, si viene a mi oficina mañana por la mañana, le daré el millón de dólares. Me llamo Phillip D. Armour”».
El joven Gunsaulus acudió a la oficina del señor Armour y le dieron el millón de dólares. Con ese dinero fundó el Armour Institute of Technology, que en la actualidad se conoce como Illinois Institute of Technology.
El millón de dólares necesario surgió como resultado de una idea. Detrás de esa idea estaba el deseo que el joven Gunsaulus había abrigado en su interior durante casi dos años.
Observe este importante hecho: consiguió el dinero al cabo de treinta y seis horas de haber alcanzado la decisión definitiva de obtenerlo ¡y de decidir un plan definido para ello!
No había nada nuevo ni peculiar en la vaga idea del joven Gunsaulus en lo que se refería al millón de dólares, y en sus débiles deseos de conseguirlo. Otros antes que él, y muchos más desde entonces, han tenido pensamientos similares. Pero hubo algo muy especial y diferente en cuanto a la decisión que alcanzó aquel sábado memorable, cuando dejó de lado toda indecisión, y se dijo, convencido: «Conseguiré ese dinero en el plazo de una semana». Además, ¡el principio por el cual el doctor Gunsaulus obtuvo el millón de dólares todavía tiene vigencia! ¡Está a su disposición! La ley universal funciona hoy con tanta eficacia como cuando el joven predicador la empleó de manera tan provechosa.