El último gran profeta, por Thomas Sugrue

Mahoma fue un profeta, pero jamás hizo milagros. No fue un místico; no poseía una educación formal; no inició su misión hasta que cumplió los cuarenta años. Cuando anunció que era el Mensajero de Dios, portador de la palabra de la religión verdadera, fue ridiculizado y tachado de lunático. Los niños se burlaban de él, y las mujeres le arrojaban basura. Fue desterrado de su ciudad natal, La Meca, y sus seguidores privados de sus bienes mundanos y enviados al desierto, tras él. Después de haber predicado durante diez años no tenía nada que mostrar excepto destierro, pobreza y ridículo. Sin embargo, antes de que otros diez años transcurrieran, se había convertido en el dictador de toda Arabia, en gobernante de La Meca, y en la cabeza de un nuevo mundo religioso que, con el tiempo, se extendería hasta el Danubio y los Pirineos, antes de agotar el impulso que él le proporcionó. Ese impulso fue de tres clases: el poder de las palabras, la eficacia de la oración y el parentesco del hombre con Dios.

Su carrera nunca tuvo sentido. Mahoma nació de miembros empobrecidos de una familia dirigente de La Meca. Como quiera que La Meca era cruce de caminos del mundo, hogar de la piedra mágica llamada la Caaba, gran ciudad comercial, centro de las rutas de caravanas y no muy saludable, los niños eran enviados al desierto, a que fueran criados por los beduinos. De ese modo, Mahoma fue alimentado y obtuvo fortaleza y salud de la leche de madres nómadas y experimentadas. Atendió a las ovejas y no tardó en ser contratado por una viuda rica como jefe de sus caravanas. Viajó a todas las partes del mundo oriental, habló con muchos hombres de diversas creencias y observó el declive de la cristiandad en sectas que guerreaban las unas contra las otras. Cuando tenía veintiocho años, Khadija, la viuda, lo miró con favor y se casó con él. El padre de ella se hubiera opuesto a ese matrimonio, así que ella lo emborrachó y logró que diera la bendición paterna. Durante los doce años siguientes, Mahoma vivió como un rico comerciante, respetado y muy astuto. Luego empezó a deambular por el desierto, y un buen día regresó con el primer verso del Corán, y le dijo a Khadija que el arcángel Gabriel se le había aparecido y le había dicho que él iba a ser el Mensajero de Dios.

El Corán, la palabra revelada por Dios, fue lo más cercano a un milagro que Mahoma hizo en toda su vida. No había sido poeta; no tenía el don de la palabra. Y, sin embargo, los versos del Corán, tal y como él los recibió y los recitó con toda fidelidad, eran mejores que cualesquiera versos que los poetas profesionales de las tribus pudieran producir. Eso fue un verdadero milagro para los árabes. Para ellos, el don de la palabra era el mayor don, el poeta era todopoderoso. Además, el Corán decía que todos los hombres eran iguales ante Dios, que el mundo debía ser un estado democrático, el Islam. Esta herejía política, más el deseo de Mahoma de destruir los 360 ídolos existentes en la plaza de la Caaba, fue lo que le ganó el destierro. Los ídolos atraían a las tribus del desierto a La Meca, y eso significaba comercio. Así que los hombres de negocios de La Meca, los capitalistas, de los que él mismo había formado parte, se echaron sobre Mahoma. Entonces se retiró al desierto y demandó la soberanía sobre el mundo entero.

El auge del Islam comenzó. Del desierto surgió una llamarada que no se extinguiría: un ejército democrático luchando como una unidad y preparado a morir sin pestañear. Mahoma había invitado a judíos y a cristianos a unírsele, porque él no estaba creando una nueva religión. Estaba llamando a todos aquellos que creían en un solo Dios a unirse en una sola fe. Si los judíos y los cristianos hubieran aceptado su invitación, el Islam hubiese conquistado el mundo entero. Pero no fue así. Ni siquiera aceptaron la innovación de Mahoma de introducir la guerra humana. Cuando los ejércitos del profeta entraron en Jerusalén, no mataron a una sola persona a causa de su fe. En cambio, cuando los cruzados entraron en la Ciudad Santa, varios siglos más tarde, no le fue perdonada la vida a ningún musulmán, fuera hombre, mujer o niño. Los cristianos, no obstante, aceptaron una idea musulmana: el lugar de aprendizaje, la universidad.