Al analizar la experiencia retrospectivamente, puedo ver que su fe en mí tuvo mucho que ver con los sorprendentes resultados. Él no cuestionaba nada que yo le dijera. Le vendí la idea de que tenía una ventaja original sobre su hermano mayor, y que esa ventaja se reflejaría de muchas maneras. Por ejemplo, los maestros en la escuela se darían cuenta de que no tenía orejas, y por ese motivo le dedicarían una atención especial y lo tratarían con una amabilidad y una benevolencia extraordinarias. Siempre lo hicieron. También le vendí la idea de que cuando fuese lo bastante mayor para vender periódicos (su hermano mayor era ya vendedor de periódicos), tendría una gran ventaja sobre su hermano, porque la gente le pagaría más por su mercancía, debido a que verían que era un niño brillante y emprendedor pese al hecho de carecer de orejas.
Cuando tenía unos siete años, mostró la primera prueba de que nuestro método de apoyo rendía sus frutos. Durante varios meses imploró el privilegio de vender periódicos, pero su madre no le daba el consentimiento.
Entonces se ocupó por su cuenta del asunto. Una tarde en que estaba en casa con los sirvientes, trepó por la ventana de la cocina, se deslizó hacia fuera y sé estableció por su cuenta. Le pidió prestados seis centavos al zapatero remendón del barrio, los invirtió en periódicos, los vendió, reinvirtió el capital, y repitió la operación hasta el anochecer. Después de hacer el balance de sus negocios, y de devolverle a su banquero los seis centavos que le había prestado, se encontró un beneficio de cuarenta y dos centavos. Cuando volvimos a casa aquella noche, lo encontramos durmiendo en su cama, apretando el dinero en un puño.
Su madre le abrió la mano, le quitó las monedas y lloró. ¡De todas las cosas! Llorar por la primera victoria de su hijo parecía muy inapropiado. Mi reacción fue la contraria. Me reí de buena gana, porque sabía que mi intento de inculcar en la mente del niño una actitud de fe en sí mismo había tenido éxito.
Su madre vio, en su primer emprendimiento empresarial, a un niño sordo que había salido a la calle y arriesgaba su vida para ganar dinero. Vi a un pequeño hombre de negocios valiente, ambicioso y autosuficiente, cuyas acciones habían aumentado en un cien por ciento, porque había iniciado un negocio por iniciativa propia y había ganado. La transacción me agradó, porque sabía que él había dado evidencia de un rasgo de ingenio que lo acompañaría durante toda la vida. Los acontecimientos posteriores demostraron que esto era cierto. Cuando su hermano mayor quería algo, se tumbaba en el suelo, pataleaba en el aire, lloraba por ello y lo conseguía. Cuando el “pequeño niño sordo” quería algo, planeaba una manera de ganar el dinero y luego lo compraba para sí mismo. ¡Él todavía sigue ese plan!
En verdad, mi propio hijo me ha enseñado que las desventajas pueden convertirse en peldaños por los que uno puede subir hacia una meta digna, a menos que sean aceptadas como obstáculos y utilizadas como coartadas.