Compramos un fonógrafo. Cuando el niño oyó la música por primera vez, entró en éxtasis, y muy pronto se apropió del aparato. En una ocasión estuvo poniendo un disco una y otra vez, durante casi dos horas, de pie delante del fonógrafo, mordiendo un borde de la caja. La importancia de esa costumbre que adquirió no se nos hizo patente sino hasta años después, ya que nunca habíamos oído hablar del principio de la «conducción ósea» del sonido. Poco después de que se apropiase del fonógrafo, descubrí que podía oírme con claridad cuando le hablaba con los labios junto a su hueso mastoideo, en la base del cráneo.
Una vez hube descubierto que podía oír perfectamente el sonido de mi voz, empecé de inmediato a transferirle mi deseo de que oyese y hablase. Pronto descubrí que el niño disfrutaba cuando yo le contaba cuentos antes de dormirse, de modo que me puse a trabajar para idear historias que estimularan su confianza en sí mismo, su imaginación, y un agudo deseo de oír y de ser normal.
Había un cuento en particular, en el que yo hacía hincapié dándole un renovado matiz dramático cada vez que se lo contaba. Lo había inventado para sembrar en su mente la idea de que su dificultad no era una pesada carga, sino una ventaja de gran valor. Pese al hecho de que todas las maneras de pensar que yo había examinado indicaban que cualquier adversidad contiene la semilla de una ventaja equivalente, debo confesar que no tenía ni la menor idea de cómo se podía convertir esa dificultad en una ventaja.