Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado.
Mateo: 12:36—37
La persona que funciona plenamente está ansiosa de comunicarse
Quizá el aspecto más difícil, aunque vitalmente esencial de vivir como una persona que funciona plenamente como tal, entre otros seres humanos es la capacidad de comunicación. Nadie puede conocernos a menos que estemos dispuestos a manifestar quiénes somos, y seamos capaces de decirlo, tanto a través de nuestras acciones como por medio de nuestras palabras. Constantemente debemos tratar de verbalizar, a través del lenguaje, de los gestos o de la acción, los cambios que va experimentando nuestro yo. Las alternativas a esto son la confusión, la ansiedad y la soledad. La soledad y los malentendidos surgen de nuestra incapacidad para presentarnos a nosotros mismos con honestidad y autenticidad en cada encuentro que tenemos con los demás.
Un ejemplo interesante de esto sucedió en una de mis clases de El Amor. En una de esas sesiones entró un perro a la habitación. Sin dudar lo más mínimo, se acercó al grupo moviendo la cola con alegría al descubrir tanto potencial de amor. Su necesidad, tal y como él lo esperaba, fue satisfecha por cada estudiante al que se acercó. Una vez que recibía las caricias que deseaba, pasaba a la siguiente persona y seguía moviendo la cola. La clase continuó sin mayor interrupción cuando de repente una joven que estaba al fondo de la habitación gritó:
“¡Maldición!”. Esta explosión de ira provoco que le prestáramos la atención que deseaba. Nos dijo: "No puedo creerlo. He estado sentada aquí en una desesperada soledad deseando que alguien me mire o me toque, pero nada. Todos ustedes han sido indiferentes a mis necesidades. Puedo morir de soledad aquí. Pero entra un perro e inmediatamente el grupo completo le prodiga amor y caricias. ¡Es increíble!".
Bien —respondió un joven que no estaba muy lejos de ella—, quizá lo hicimos porque el perro nos hizo saber que quería amor.
Movía la cola y se acercaba a nosotros con mirada amable. Yo te vi sentada ahí cuando entré a la clase y te sentí fría, reservada y metida en ti misma. No parecías necesitar nada, y menos que yo te tocara.
Quizá el secreto radica en que dejes que la gente sepa honestamente lo que necesitas antes de que la acuses de ser indiferente. Después de todo, no podemos leer la mente.
"Bien, entonces escúchenme —añadió— , ¡lo necesito!"
Y al decir esto se puso a gatas y con mirada confiada y un valeroso intento por mover la cola recorrió al grupo. No necesito decir que todos le prodigaron una caricia.
Sin embargo, la comunicación no siempre es sencilla. Las palabras también nos pueden tender trampas. Debemos estar seguros de que cuando nos comuniquemos sepamos con precisión lo que queremos expresar. La vaguedad solamente produce miedo e inseguridad. Si alguien nos pidiera que especificáramos los términos que usamos, ¿podríamos hacerlo? No sin alguna dificultad. Pocos pueden.
Entonces, ¿cómo podemos culpar a los demás por no comprender lo que nosotros solamente somos capaces de expresar vagamente?
La persona que funciona plenamente está consciente de los escollos ocultos de la comunicación y, por lo tanto, no la toma a la ligera. Escucha las palabras que dice y las que le dicen. Trata de buscar las palabras más exactas y las menos amenazadoras para comunicarse. Trata de colocar dichas palabras en el contexto más conciso para evitar hasta donde sea posible las malas interpretaciones. A menudo parafrasea lo que piensa que ha escuchado y anima a su interlocutor a repetir lo que ha dicho para poder tener una retroalimentación que refuerce su comprensión. Por eso hay mucha sabiduría en la frase: “el sabio no tiene argumentos cortos”.
Todos tenemos derecho a hacer nuestras declaraciones, a que las escuchen y las comprendan. Pero a menos que estemos satisfechos de hablar con nosotros mismos, sabremos quiénes somos y lo sabrán los demás, cuando seamos capaces de decir lo que queremos decir.