Confucio: Practica pequeñas revoluciones

Cuando sea mayor, mi hija Vera quiere ser espía. Y, sinceramente, puede que sea amor de madre, pero me parece que a sus diez años ya se le nota que está bien dotada para la profesión. Lo digo porque hace unos días fuimos al banco. Me enredé con el papeleo que tenía que hacer allí y la dejé esperando un buen rato, sentada en un banco. Cuando por fin pude ir a buscarla, ella no se había aburrido en absoluto. «¿Ves a ese hombre que está saliendo del banco?», me preguntó en voz baja sin quitarle la vista al señor en cuestión. Asentí. «¿Quieres que te cuente cosas de él?», dijo con tono urgente. «Bueno...», contesté, aunque no estaba segura de dónde me llevaba esa conversación.

«Hombre de entre treinta y treinta y cinco años. Es tímido, casi no habla, es nervioso, se ve porque se muerde las uñas y se mueve mucho. Es bastante joven, pero tiene canas por el estrés. Tiene un iPhone 4 contraseña 2662. Ha cobrado un cheque de 2.950 euros, le han dado 2.900 en billetes de 50, y los 50 restantes en billetes pequeños y monedas. Lo lleva todo en un sobre, y también se ha metido dinero en un bolsillo. Creo que no va muy sobrado, porque lleva un pantalón con el dobladillo deshilachado, un polo con anuncio de los que te regalan en el banco y chanclas de los chinos.»

Me impresionó la descripción de aquel hombre y, curiosamente, de inmediato sentí compasión por él. Cambió mi mirada porque de repente había pasado de ser un completo desconocido a un hombre solitario y estresado por el que era fácil, casi inevitable, sentir compasión.

Al cabo de un tiempo, reflexionando sobre las buenísimas dotes de observación de mi futura pequeña espía, reflexioné que estamos hechos de esos pequeños gestos, casi invisibles, que ella había descrito. Cómo saludamos, el tono de nuestra voz, nuestros gestos faciales, nuestro lenguaje corporal, lo que llevamos puesto, lo que decimos y también lo que no decimos... Todo son pistas que describen con claridad cómo vivimos, qué creemos, cómo somos por dentro.

Hace muchos siglos, los antiguos filósofos chinos, especialmente la escuela inspirada por Confucio, aseguraba que la vida puede transformarse si logramos cambiar esos hábitos que nos conforman a diario, gestos y rutinas invisibles si no te fijas en ellos, pero que hablan a gritos cuando te fijas conscientemente. Por ello, los antiguos chinos decían que estos pequeños hábitos son la esencia de nuestra vida, lo primero y más importante, lo único que podemos cambiar con autonomía y seguridad.

¿Para qué quieres entender lo que hay más allá de la muerte si no entiendes la vida?, les decía Confucio a sus discípulos cuando estos le pedían ayuda para dar respuesta a las grandes preguntas vitales que se planteaban. Y es que la vida, nos recuerda Confucio, es más sencilla de lo que creemos: es ante todo ese conjunto de hábitos y rituales, de gestos, palabras y pensamientos que nos vinculan al resto del mundo, que definen cómo nos relacionamos, cómo trabajamos y sentimos a diario.

Cada día, creamos nuestra realidad a través de estos hábitos. Para comprendernos a

nosotros mismos, para comprender a los demás, descubre el poder de los pequeños rituales en tu vida y cámbialos a mejor. ¡Aquí tienes cómo hacerlo!

¿Recuerdas cuando eras pequeño y jugabas a ser un príncipe, un héroe intergaláctico, un gusano o una tortuga? Era mucho más que un juego: estabas aprendiendo a vivir, a ponerte en la piel de otras personas, a imaginarte que eras diferentes, a comprender otros puntos de vista, a gestionar conflictos, a atreverte a enfrentarte a lo desconocido, a hacer «como si»... Jugar es un instinto que sirve para mucho más que disfrutar. Todos los cachorros, de cualquier especie, juegan. ¡Es el mejor sistema pedagógico! Se divierten y aprenden a la vez.

Los niños nacen con una gran capacidad para el disfrute y la alegría. ¡Y la contagian a todos los ámbitos de su vida! Sabemos que los niños ríen y sonríen de media unas trescientas veces al día. Los adultos, con el paso del tiempo, solemos perder esta capacidad de disfrutar, y reímos o sonreímos, de media, solo unas diecisiete veces al día.

También dejamos de jugar, de pretender, de hacer «como si»... Nos acomodamos a la vida real, entendida como una vida con restricciones, que da la espalda a la imaginación, al misterio que nos sigue rodeando.

Hace muchos siglos, Confucio reclamaba insistentemente la necesidad adulta de seguir jugando. Llamaba a estos juegos de los adultos «pequeños rituales», es decir, gestos y momentos en los que decidimos salir de nuestra vida «real» para pretender que somos otra persona, en otras circunstancias.

¿Te gustaría intentarlo? No solo es divertido... ¡resulta muy útil!

¿Por qué? ¿Para qué sirven los pequeños rituales? En pocas palabras: para abrir tu mundo, para sacarte de «lo de siempre». Para hacer un viaje emocional.

Los filósofos chinos sabían que somos criaturas sociales y que las emociones nos sirven para relacionarnos con el mundo exterior. Todo tú eres una respuesta constante y cambiante a los estímulos que te rodean. ¡Eres un camaleón emocional!

Pero, claro, aunque las circunstancias cambian y tú eres capaz de darles respuestas emocionales muy variadas, la realidad es que solemos acomodarnos en un conjunto estrecho de respuestas emocionales limitadas. Así funciona el cerebro: si no lo cuestionamos, se acomoda y responde de forma similar, cada vez. Por eso somos una especie tan dada a tropezar una y otra vez en la misma piedra.

Nuestros sabios chinos llaman QUING a esa tendencia a dar una respuesta emocional sin pensarlo, sin filtrar, automatizada.

Y aquí llega Confucio para sugerir que no es tan difícil salir de estos patrones emocionales repetitivos. Él nos dice: ¡sed como niños! ¡Jugad! ¡Imaginad que sois otra persona, comportaos diferente! Así, podrás relacionarte con el resto del mundo a través de respuestas emocionales más deliberadas y refinadas. A esa capacidad, los antiguos la llamaban YI.

Los filósofos chinos nos invitan a ser cada día un poco más yi...

¡Ser más yi no significa rechazar o reprimir las emociones! Las emociones son absolutamente necesarias para el ser humano, para responder a los demás. No se trata de evitar las emociones, sino de dar mejores respuestas emocionales. Más sensatas, más compasivas, más adecuadas, más eficaces.

¿Y cómo lo hacemos?

A través de las cosas que hacemos cada día: a través de nuestras rutinas y rituales.

Lo explicita con mucha claridad Michael Puett y Christine Gross-Loh, unos grandes confucianos, en su libro The Path. Cuando enseñamos repetidamente a un niño a decir «Hola» o «gracias», no le estamos enseñando algo vacío, sino que le estamos entrenando para comprender lo que significa ser humano, convivir con los demás y estar agradecido. Y poco a poco, internalizamos estos rituales sociales: usamos distintos saludos, hacemos preguntas diferentes y adoptamos tonos de voz variados cuando hablamos con personas diferentes. Lo hacemos generalmente de forma inconsciente, dependiendo de si estamos hablando a un amigo íntimo, un conocido, alguien a quien acabamos de conocer, nuestra madre, nuestro suegro, nuestro jefe o el profesor de piano de nuestro hijo pequeño.

Y estas formas tan diversas e inconscientes de relacionarnos con el resto del mundo tienen una enorme importancia, nos dice Confucio: son la base de nuestra vida, aquello que podemos mejorar en el día a día, porque somos criaturas de hábitos. Los hábitos que podemos cambiar.

¿Sientes a veces frustración porque no puedes cambiar el mundo?

Sí que puedes cambiar el mundo, el mundo en el que estás inmerso, el que te rodea.

Puedes cambiar tu territorio y las relaciones que tienes con este territorio. Puedes cambiarlo mejorando los rituales que te unen a los demás.

Nuestras vidas están hechas de cientos de rituales diarios, que suelen ayudarnos a transitar el día a día de forma correcta. Por ejemplo, aunque un día no tengas ganas de ir a trabajar, te levantas y te vistes con ropa limpia, y sonríes a tus colegas cuando llegas al trabajo, aunque no tengas ganas. Verás como las cosas, quizá al principio imperceptiblemente, empiezan a cambiar. Ese ritual social que ya tienes internalizado te ayuda a pasar el día en el trabajo de forma más productiva y constructiva. Muchos rituales que hacemos a diario nos ayudan a vivir mejor. Pero otros no nos ayudan. Y

desperdiciamos el poder de nuestros pequeños rituales, advierte Confucio, cuando no los usamos de forma deliberada. Y es que los rituales pueden ser transformadores porque nos permiten convertirnos durante un momento en una persona diferente.

Crean una realidad alternativa que nos permite regresar a nuestro mundo habitual habiendo cambiado un poco.

¿Cómo puedo mejorar mis rituales diarios? Los antiguos chinos tenían una técnica muy interesante que tenía que ver con el respeto a los muertos. Se intentaba transformar peligrosos fantasmas en ancestros benevolentes.

Un padre puede haber sido estricto, poco afectuoso y temperamental, mientras que sus hijos o hijas pueden haber sido hostiles y rebeldes. Si ha sido así, cuando el padre muera las tensiones no resueltas perseguirán a los vivos incluso con más fuerza, y a eso hay que sumarle que ya no existe posibilidad de reconciliación. Si el ritual se hace bien, nos transporta de ese mundo tan problemático de las relaciones humanas a un nuevo espacio en el que se pueden forjar relaciones ideales. En él, la rabia, los celos y los resentimientos que puedan haber existido entre los vivos y los muertos empiezan a transformarse en una relación mejor.

En Occidente, creemos que estos pequeños rituales con los muertos se hacían solo pensando en los muertos. Pero eso no era en absoluto así. Para Confucio, el ritual era esencial por las consecuencias que tenía para las personas que lo practicaban. El ritual,

además, cambiaba las emociones que los vivos sentían hacia otras personas vivas. Una muerte siempre provoca cambios en las relaciones entre aquellos que han quedado atrás. Una rivalidad de la infancia adormecida durante años puede reavivarse; la hermana o el hermano rebelde se convierten de pronto en la matriarca o el patriarca, lo cual desata conflictos entre los demás. Pero en el ritual todo el mundo desempeña sus nuevos roles familiares como si no hubiera ningún tipo de desacuerdo. Imagina una variante del rito en la que tres generaciones intercambian sus roles. Un nieto interpretaría el papel de su abuelo ya fallecido, mientras que su propio padre lo interpretaría a él. A cada descendiente aún con vida se le encargaría adoptar el punto de vista de la persona que le provoca más tensiones en el mundo externo al ritual.

Al final, las personas regresarían a sus roles en el «mundo real», pero algo habría cambiado: los rituales nos invitan a ponernos de modo consciente en la piel del otro, a entender mejor sus motivaciones, a ensayar formas nuevas de relacionarnos en un lugar seguro con las personas con las que tenemos pequeños o grandes conflictos.

Así, aprendemos como lo hacen los niños cuando juegan: de manera segura y muy práctica.

Una y otra vez, las familias chinas regresaban a estos rituales, porque a los humanos nos cuesta interiorizar y automatizar nuevos hábitos de vida, nuevas formas de hablarnos, sentirnos y relacionarnos. Al principio, nuestros pequeños rituales son forzados, nos cuestan, resultan incómodos. Nos parecen puro teatro. Pero poco a poco logramos ir haciéndolos nuestros, interiorizándolos. Fluyen de modo cada vez más natural.

Y al fin, logramos cambiar nuestra forma de relacionarnos con el mundo exterior de forma sólida, visible, sin tener que fingir. Cambiamos el lugar donde estamos, nuestra parcela de mundo. Cambiamos la realidad a través de gestos, de rituales confucianos, poderosamente. Logramos hacer pequeñas revoluciones.

«Me lo contaron y lo olvidé. Lo vi y lo entendí. Lo hice y lo aprendí.»
Confucio