Imagina que has tenido que huir de tu país para salvarte de los peligros del nazismo.
Ahora vives en Estados Unidos, donde tienes una carrera respetable en el campo de la filosofía y la enseñanza. De repente, en 1961, ocurre algo que crea una gran expectación en todo el mundo: va a televisarse el juicio a Adolf Eichmann, el nazi encargado de organizar el traslado de los judíos de toda Europa hacia Auschwitz.
Quedan pocos nazis vivos y tú quieres ver de primera mano a ese hombre, quieres comprender qué clase de persona puede haber hecho tanto daño a millones de personas. Psiquiatras reconocidos como Theodor Adorno afirman que los nazis tienen una personalidad enfermiza, que desprecian la generosidad, que admiran la fuerza y la crueldad... Son monstruos, dicen. Pero tú, y miles de personas, os preguntáis por qué tantos ciudadanos alemanes, aparentemente normales, han colaborado activa o pasivamente en el Holocausto. Quieres entenderlo.
Para encontrar respuestas, la filósofa judía de origen alemán Hannah Arendt se trasladó a Jerusalén, donde siguió en directo, como reportera de The New Yorker, el juicio contra Adolf Eichmann. Plasmó las conclusiones a las que llegó en una serie de artículos y en su conocido libro Eichmann en Jerusalén. Allí afirmó que el nazi Adolf Eichmann no era la personificación del mal, sino la personificación de lo fácil que es hacer el mal. Denunció que aquel al que todos consideraban como un ser intrínsecamente maligno —al que el psiquiatra que lo examinó durante el juicio describió como «un hombre completamente normal»— era en realidad un hombre gris que obedecía ciegamente las órdenes de sus superiores y que, simplemente, había renunciado a ejercer su sentido moral. Lo preocupante era, según Hannah Arendt, que cualquiera podía parecerse a él, es decir, cualquiera podría comportarse como un nazi.
Su tesis despertó la indignación de una parte de la opinión pública, porque las tesis científicas del momento no contemplaban que el mal estuviese al alcance de cualquiera. Su obra ha cambiado nuestra forma de entender el mal, y últimamente ha cobrado un interés especial por el auge de los movimientos populistas y nacionalistas en los países occidentales.
Para Arendt, el verdadero origen del totalitarismo en los tiempos modernos debemos buscarlo en la soledad y la pérdida de identidad que las personas sufren a raíz de la falta de confianza en las tradiciones, religiones, estructuras familiares y costumbres sociales sólidas, que ayudaban hasta hace poco a organizar y dar sentido a nuestras vidas. Para compensar esta pérdida, buscamos quien dé seguridad y sentido a nuestra existencia, y nuestra necesidad de pertenecer a comunidades coherentes nos lleva a abrazar movimientos que prometen devolver las certezas a nuestras vidas.
Arendt apunta que los humanos preferimos una vida coherente que ofrezca sentido e identidad, aunque esté plagada de mentiras, a una realidad confusa y desordenada.
Casi en paralelo al juicio de Eichmann, se conocieron los resultados de los experimentos realizados por Stanley Milgram, hoy considerados clásicos en la historia de la psicología social. En ellos se vio cómo personas absolutamente normales, cuando se someten a la autoridad de otra persona, son capaces de ser gratuitamente crueles con los demás.
«La gente normal, simplemente haciendo su trabajo, y sin una particularhostilidad por su parte, puede convertirse en agente de una terrible destrucción.
Incluso cuando los efectos destructivos de su obra queden patentemente claros y
se les pida que lleven a cabo acciones incompatibles con los patronesfundamentales de moralidad, relativamente pocas personas disponen de los recursos necesarios para resistirse a la autoridad.»22
Unos años más tarde, Philip Zimbardo llevó a cabo uno de los experimentos más famosos de la historia de la psicología: el experimento de la prisión de Standford, que también quería indagar en los mecanismos que potencian la capacidad de las personas de hacer el bien o el mal. En este experimento, sus estudiantes adoptaron el papel de prisioneros o de guardianes. Aunque el estudio tenía que haber durado seis semanas, lo acabaron cerrando en seis días, debido al trauma emocional que experimentaron los participantes: los guardianes se volvieron sádicos, los prisioneros evidenciaban pasividad ydepresión. «Podemos dar por sentado que la mayoría de las personas, en la mayoría de las ocasiones, son seres morales. Pero imaginemos que esta moralidad es como un cambio de marchas que a veces se sitúa en punto muerto.
Cuando ocurre esto, la moralidad se desconecta. Si el coche se encuentra en una pendiente, tanto él como el conductor se precipitan cuesta abajo. Dicho de otro modo: lo que determina el resultado es la naturaleza de las circunstancias, no la destreza o las intenciones del conductor», afirmaba Zimbardo.