Oliver Sacks es para mí un maestro por partida doble: por sus extraordinarias aportaciones al mundo de la neurociencia y también como maestro peculiar, cálido y entusiasta en el difícil arte de vivir. Su cercanía y su humanidad lo convierten en un modelo admirable e inspirador, una invitación constante y asequible a ser curioso y a vivir con ganas, sin mezquindades ni medias tintas.
Además de neurólogo, Oliver Sacks fue campeón mundial de levantamiento de pesas, motorista apasionado, amante y estudioso de la música... Sin embargo, tantas pasiones se manifestaban de forma casi austera y se concentraban en una personalidad extremadamente tímida: «Soy tímido en contextos sociales ordinarios. No soy capaz de “charlar” con facilidad; tengo dificultades para reconocer a la gente (esto me ha pasado siempre, aunque ha empeorado desde que mi vista está deteriorada). Tengo poco conocimiento y escaso interés por los asuntos actuales, ya sean políticos, sociales o sexuales. Ahora, además, oigo mal, un término cortés para decir que estoy cada vez más sordo. Teniendo en cuenta todo esto, tiendo a irme a un rincón, a parecer invisible, a esperar que me pasen por alto (...). Pero si por casualidad me encuentro con alguien, en una fiesta o donde sea, que comparta algunos de mis intereses (por lo general científicos) —volcanes, medusas, ondas gravitacionales...—, entonces me meto de inmediato en una conversación animada».
Tal vez esta extrema introversión haya sido clave a la hora de convertirlo en uno de los grandes observadores y guías de la psique humana. Aunque en alguna ocasión, su entusiasmo se mostraba más fuerte que su timidez: «Casi nunca hablo con la gente de la calle. Pero hace algunos años hubo un eclipse lunar y salí a verlo con mi pequeño telescopio. Todos los demás en aquella concurrida acera parecían ajenos al extraordinario acontecimiento celestial que acaecía por encima de sus cabezas, así que yo detenía a la gente diciendo: “¡Mira! ¡Mira lo que le pasa a la luna!”, y ponía mi telescopio en sus manos. La gente se sorprendía al ser abordada de esta manera, pero, intrigados por mi inocente entusiasmo, miraban por el telescopio, decían “wooow” y me lo devolvían. “Vaya, ¡gracias por dejarme ver eso!” o “¡Gracias, gracias por enseñármelo!”».
En cierto sentido, apunta la periodista María Popova, «el doctor Sacks se ha pasado medio siglo poniendo un telescopio en nuestras manos e invitándonos, con el mismo entusiasmo inocente y contagioso, a vislumbrar un objeto aún más remoto y misterioso —el paisaje de la mente humana— hasta que exclamamos “wooow...”. Y, aunque él se presenta a sí mismo como un genio cómicamente torpe, no nos equivoquemos: este hombre tiene un enorme carisma y nobleza, como revelan tanto los detalles de su vida diaria como su deliciosa prosa escrita».