CAROLINA TINAJERO: «Tengo una pequeña revolución que me ha ayudado muchísimo.
»Siempre he querido tener paz interior. Me preguntaba, ¿cómo puedo hacerlo? ¿Qué me puede traer paz interior? Me di cuenta de que a veces no tenía paz porque sentía cierto resentimiento hacia muchas personas todos los días por mínimas cosas. Entendí que mi salida era el PERDÓN. Desde ese momento tengo un ritual matutino: escribo a todas las personas, cosas, situaciones que quiero PERDONAR, incluso a mí misma. Luego las visualizo, les pido perdón y les perdono. Me imagino enviándoles una luz de amor que cae sobre sus cuerpos. Me las imagino como si fueran niños. Desde el momento que comencé a practicar esto, han bajado mis niveles de tensión y de irritabilidad».
MARÍA: «Soy profesora en un barrio de Barcelona, y os puedo asegurar que no siempre es fácil lidiar con lo que te encuentras en clase: alumnos desmotivados, falta de disciplina... Hay que buscar constantemente herramientas para tratar de cumplir bien con la tarea que se nos encomienda a los profesores. El curso pasado llegó a mi clase un chico que me ponía a prueba una y otra vez, cuestionando mi autoridad, y violentaba a sus compañeros con actitudes fuera de lugar, dentro de un grupo nada fácil de llevar. Aunque hacía solo dos años que era profesora, creía tener experiencia suficiente como para gestionar algo así, pero recuerdo que debía respirar hondo para no perder los nervios. Hasta que tomé conciencia de que no podía seguir así, de que se hacía necesario un ejercicio de empatía para tratar de entender a aquel chico.
»Quedé con él fuera del instituto para hablar. Él se negaba, porque decía que no veía la necesidad, pero yo insistí. Y entonces entendí muchas cosas: su situación familiar era complicada, con un padre sin trabajo, una madre enferma crónica y dos hermanos pequeños. Pero lo que me conmovió fue cuando él me dijo que por qué me preocupaba por lo que le pasara, si nadie lo hacía nunca. Que se sentía muy solo. Me puse en su piel y entendí que no era fácil vivir todo eso con quince años. Empatía y compasión, eso sentí. Traté de darle mi punto de vista, lo que yo haría si fuera él, pero desde mis treinta años, y, sobre todo, le dije que no estaba solo, que si alguna vez necesitaba desahogarse, que me lo dijera. No hace falta decir que su actitud en clase y con los compañeros cambió. Ponerse en la piel del otro... ¡Nadie nos enseña lo importante que puede llegar a ser!».