Hay ocasiones en las que casi todos envidiamos a los animales, porque ellos sufren y mueren, pero no parece que hagan de eso un «problema». Da la impresión de que sus vidas tienen muy pocas complicaciones. Comen cuando tienen hambre, duermen cuando están cansados, y el instinto, más que la inquietud, parece gobernar sus escasos preparativos para el futuro. Por lo que podemos juzgar, cada animal está tan ocupado con lo que hace en el momento presente, que no se le ocurre preguntarse si la vida tiene un sentido o un futuro. Para el animal, la felicidad consiste en disfrutar de la vida en el presente inmediato, no en la seguridad de que tiene por delante todo un futuro de deleites.
Esto no se debe a que el animal sea un zoquete relativamente insensible. Con frecuencia su visión y sus sentidos del oído y del olfato son mucho más agudos que los nuestros, y es difícil dudar de que disfruta inmensamente de su comida y del sueño. Pero a pesar de la agudeza sensorial, tiene un cerebro algo insensible.
Está más especializado que el nuestro, por lo que el animal es una criatura de hábitos; es incapaz de razonar y hacer abstracciones, y tiene unos poderes de memoria y predicción en extremo limitados.
No cabe duda de que el cerebro humano sensible incrementa en grado inconmensurable la riqueza de la vida. Pero esto lo pagamos caro, porque el aumento de sensibilidad en general nos hace especialmente vulnerables. Podemos ser menos vulnerables volviéndonos menos sensibles, más pétreos y menos humanos, y así menos capaces de gozo. La sensibilidad requiere un alto grado de blandura y fragilidad: los globos oculares, los tímpanos, las papilas gustatorias y las terminaciones nerviosas culminan en el órgano altamente delicado del cerebro. No son sólo blandos y frágiles, sino también perecederos. Parece que no existe ninguna manera eficaz de reducir la delicadeza y el carácter perecedero del tejido vivo sin que disminuya también su vitalidad y sensibilidad. .
Para gozar de placeres intensos, también hemos de soportar intensos dolores. Amamos el placer y detestamos el dolor, pero parece imposible gozar del primero sin sufrir el segundo. En efecto, parece como si ambos debieran alternar de alguna manera, pues el placer continuo es un estímulo que ha de saciarse o incrementarse: una de las dos cosas, el aumento o bien endurecerá las terminaciones sensoriales con su fricción, o bien producirá dolor. Un régimen continuo de alimentos ricos, o bien destruye el apetito o bien enferma a la persona que lo sigue.
Así pues, hasta el punto en que la vida se considera buena, la muerte debe ser mala en proporción. Cuanto más capaces somos de amar a otra persona y gozar de su compañía, mayor debe ser nuestro dolor por su muerte o su separación. Cuanto más se aventura en nuestra experiencia el poder de la conciencia, mayor es el precio que hemos de pagar por su conocimiento. Es comprensible que a veces nos preguntemos si la vida no ha ido demasiado lejos en esta dirección, si «el resultado justifica la molestia» y si no sería mejor invertir el curso de la evolución en la otra única dirección posible, hacia atrás, hacia la paz relativa del animal, el vegetal y el mineral.
Con frecuencia se intenta algo por el estilo. Por ejemplo, la mujer que, tras sufrir algún profundo agravio emotivo en el amor o el matrimonio, jura que nunca permitirá que otro hombre juegue con sus sentimientos y asume el papel de la solterona dura y amargada. Casi más corriente es el caso del muchacho sensible que aprende en la escuela a encasillarse en el papel del «tipo duro». De adulto, y a modo de defensa propia representa el papel del filisteo, pan quien toda cultura intelectual y emocional es femenina y «propia de apocados». Llevado hasta su extremo, el final lógico de esta clase de reacción a la vida es el suicidio.
La persona caracterizada por su reciedumbre, por su carácter aguerrido, es siempre, por así decirlo, un suicida parcial; parte de sí mismo está ya muerta.
En consecuencia, para ser plenamente humanos, rebosantes de vida y conciencia de las cosas, parece ser que hemos de estar dispuestos a sufrir por nuestros placeres. Sin esa disposición no es posible que se produzca una intensificación de la conciencia.
Sin embargo, y hablando en general, no estamos dispuestos a aceptar el sufrimiento, y la suposición de que podamos estarlo podría incluso considerarse extraña, pues nuestra naturaleza se rebela de tal modo contra el dolor que la misma idea de «disposición» a soportarlo más allá de cierto punto puede parecer imposible y carente de significado.
Bajo estas circunstancias, nuestra vida se caracteriza por la contradicción y el conflicto, porque la conciencia debe abarcar tanto el placer como el dolor, y esforzarse por conseguir el placer excluyendo el dolor es, en efecto, esforzarse por la pérdida de conciencia. Dado que esta pérdida es, en principio, equivalente a la muerte, esto significa que cuanto más luchamos por la vida (como placer), tanto más matamos realmente aquello que amamos.
De hecho, ésta es la actitud común del hombre hacia muchas de las cosas que ama, pues la mayor parte de la actividad humana tiene el propósito de hacer permanentes esas experiencias y alegrías que inspiran afecto porque son cambiantes. La música es una delicia debido a su ritmo y su flujo, pero en cuanto detenemos el flujo y prolongamos una nota o acorde más allá de su tiempo, el ritmo se destruye. Dado que la vida, de modo similar, es un proceso que fluye, el cambio y la muerte son sus partes necesarias. Esforzarse por su exclusión es esforzarse contra la vida.
No obstante, la simple experiencia del dolor y el placer alternos no es, en modo alguno, el núcleo del problema humano.
La razón por la que queremos que la vida signifique algo, que busquemos a Dios o la vida eterna, no es simplemente que tratemos de alejarnos de una experiencia inmediata del dolor, como tampoco por esa razón adoptamos actitudes y papeles como hábitos de autodefensa perpetua. El verdadero problema no procede de ninguna sensibilidad momentánea al dolor, sino de nuestros maravillosos poderes de memoria y previsión, en una palabra, de nuestra conciencia del tiempo.
Para que el animal sea feliz le basta que pueda disfrutar del momento presente, pero el hombre difícilmente se siente satisfecho con eso. Le interesa mucho más tener recuerdos y expectativas placenteros, sobre todo las últimas. Cuando los tiene asegurados, es capaz de soportar un presente en extremo desgraciado. Sin esta seguridad, puede ser extremadamente desgraciado en medio de un placer físico inmediato.
He aquí una persona que sabe que dentro de quince días ha de someterse a una intervención quirúrgica. Entretanto no sufre ningún dolor físico; puede comer lo que quiera; le rodean amigos y afecto humano; realiza un trabajo que normalmente le interesa mucho. Pero el temor constante neutraliza su capacidad de disfrutar de todo ello. Es insensible a las realidades inmediatas que le rodean. Su mente está preocupada por algo que todavía no es presente. No es como si pensara en ello de una manera práctica, tratando de decidir si debería someterse a la operación o no, o haciendo planes para resguardar a su familia y sus asuntos en caso de que muera. Ya ha tomado esas decisiones, pero piensa en la operación de una manera totalmente fútil, que arruina su disfrute presente de la vida y no contribuye en nada a la solución de ningún problema. Sin embargo, no puede evitar que le domine ese temor.
Este es el problema humano característico. El objeto del temor puede que no sea una operación en el futuro inmediato. Puede ser el problema del alquiler a pagar el mes próximo, la amenaza de una guerra o un desastre social, la dificultad de ahorrar lo suficiente para la vejez o la muerte. Este «aguafiestas del presente» puede que ni siquiera sea un temor por algo futuro, sino algo del pasado, el recuerdo de un agravio, algún delito o indiscreción, que acosa el presente con un sentimiento de enojo o culpabilidad. No es posible ser feliz en el presente a menos que el pasado se haya «limpiado» y el futuro sea brillante y prometedor.
No puede haber duda de que el poder de recordar y predecir, de realizar una secuencia ordenada a partir de un caótico revoltijo de momentos desconectados, es un maravilloso desarrollo de la sensibilidad. En cierto sentido, es el logro del cerebro humano, que proporciona al hombre los poderes más extraordinarios de supervivencia y adaptación a la vida. Pero la manera en que utilizamos generalmente este poder tiende a destruir todas sus ventajas, pues sirve de muy poco ser capaz de recordar y predecir sieso nos incapacita para vivir plenamente en el presente.
¿De qué sirve planificar la posibilidad de comer la semana próxima si realmente no vamos a disfrutar cuando llegue el momento? Si estoy tan ocupado planeando cómo comer la próxima semana que no puedo disfrutar realmente de lo que como ahora, me encontraré en la misma situación cuando llegue el «ahora» de las comidas a tomar la próxima semana.
Si mi felicidad en este momento consiste principalmente en revisar recuerdos y expectativas felices, sólo soy vagamente consciente de este presente, y seguiré teniendo esa vaga conciencia del presente cuando ocurran las buenas cosas que he estado esperando, pues me habré formado el hábito de mirar atrás y adelante, haciendo así que me resulte difícil atender el aquí y el ahora. Entonces, si mi conciencia del futuro y el pasado me hace menos consciente del presente, debo empezar a preguntarme si estoy viviendo de veras en el mundo real.
Después de todo, el futuro carece por completo de sentido e importancia a menos que, más tarde o más temprano, se convierta en presente. Así, planear para un futuro que no va a convertirse en presente es tan absurdo como planear para un futuro que, cuando llegue, me encontrará «ausente», empeñado en mirar por encima del hombro en vez de mirarle a la cara.
Esta clase de vivir en la fantasía de la expectativa más que en la realidad del presente es el problema especial de esos hombres de negocios que viven únicamente para producir dinero. Son muchísimas las personas adineradas que entienden mucho más de hacer dinero y ahorrar- lo que de usarlo y disfrutarlo. No logran vivir porque siempre se están preparando para vivir. En vez de ganarse la vida, lo que hacen sobre todo es ganar una ganancia, y así, cuando llega el momento de relajarse, son incapaces de hacerlo. Muchos hombres que han tenido «éxito» se aburren y se sienten desgraciados cuando se jubilan, y vuelven a su trabajo sólo para evitar que un hombre más joven ocupe su lugar.
Desde otro punto de vista, nuestra manera de utilizar la memoria y la predicción hace que seamos menos —y no más— adaptables a la vida. Si para disfrutar de un presente agradable debemos tener la seguridad de un futuro feliz, estamos «pidiendo la luna». Carecemos de esa seguridad. Las mejores predicciones se basan todavía en la probabilidad más que en la certeza, y sabemos perfectamente que cada uno de nosotros va a sufrir y morir. Entonces, si no podemos vivir felizmente sin un futuro asegurado, es que, desde luego, no nos adaptamos a vivir en un mundo finito donde, a pesar de los mejores planes, ocurrirán accidentes, y cuyo único final es la muerte.
Éste es, pues, el problema humano: hay que pagar un precio por cada aumento de la conciencia. No podemos ser sensibles al placer sin ser más sensibles al dolor. Recordando el pasado podemos planear para el futuro, pero la capacidad de planear está compensada por la «capacidad» de temer el dolor y lo desconocido. Además, el crecimiento de una intensa sensación del pasado y del futuro se corresponde con una vaga sensación del presente. En otras palabras, parece que llegamos a un punto en el que las ventajas de ser conscientes son superadas por sus desventajas, en el que una sensibilidad extrema hace que no nos podamos adaptar.
Bajo estas circunstancias nos sentimos en conflicto con nuestro cuerpo y el mundo que nos rodea, y es consolador poder pensar que en este mundo contradictorio no somos más que «extraños y peregrinos», pues si nuestros deseos no concuerdan con nada que el mundo finito pueda ofrecer, da la impresión de que nuestra naturaleza no es de este mundo, que nuestros corazones están hechos no para lo finito, sino para lo infinito. El descontento de nuestra alma parecería ser la señal y el sello de su divinidad.
Pero ¿acaso el deseo de algo demuestra que ese algo existe? Sabemos que no es necesariamente así en absoluto. Puede ser consolador pensar que somos ciudadanos de otro mundo aparte de éste, y que tras nuestro exilio en la tierra podemos regresar al verdadero hogar que desea nuestro corazón. Pero si somos ciudadanos de este mundo, y si no puede haber ninguna satisfacción definitiva al descontento del alma, ¿no habrá cometido la naturaleza un error al ponernos en el mundo?
Hay motivos para formular esa pregunta, pues parece que, en el hombre, la vida está en inevitable conflicto consigo misma. Para ser felices, debemos poseer lo que no está a nuestro alcance. La naturaleza ha hecho que el hombre conciba deseos imposibles de satisfacer. Para beber más plenamente de la fuente del placer, le ha proporcionado capacidades que le hacen más susceptible al dolor. La naturaleza nos ha dado el poder de controlar un poco el futuro..., lo cual pagamos con la frustración de saber que al final saldremos derrotados. Si esto nos parece absurdo, eso es sólo decir que la naturaleza ha concebido la inteligencia humana para reprenderse a sí misma por el absurdo. La conciencia parece ser el ingenioso sistema que tiene la naturaleza de torturarse a sí misma.
Naturalmente, no queremos pensar que esto sea cierto. Pero sería fácil mostrar que la mayor parte de los razonamientos para refutarlo no son más que espejismos..., el método que tiene la naturaleza de evitar el suicidio, de modo que la idiotez pueda continuar. Razonar, pues, no es suficiente. Debemos profundizar más. Debemos examinar esta vida, esta naturaleza, que se ha hecho consciente en nuestro interior, y descubrir si en verdad está en conflicto consigo misma, si desea realmente la seguridad y la ausencia de dolor que sus formas individuales nunca pueden disfrutar.