Recuerdo con mucha claridad un Año Nuevo en la Palma, en las islas Canarias. Era cerca de la medianoche y estábamos contemplando un magnífico cielo estrellado con los niños. Pocas veces he pasado tanto frío. Nos sentamos sobre unas rocas y nos acurrucamos debajo de una manta mientras el guía procedía con su poética descripción del cielo. «Polaris está a 431 años luz», dijo. Ni alcanzaba entonces ni logro ahora imaginar esa distancia. Me sentí minúscula, pero a la vez completamente integrada en el universo. Fue un instante mágico.
Los humanos tenemos la tentación de ponernos en el centro de todo, y más aún los occidentales, que crecemos en culturas seculares que celebran al individuo. Nos cuesta mantener la perspectiva. Y si vivimos en ciudades inundadas de luz artificial por las noches, ni siquiera podemos mirar al cielo y recordar lo minúsculos que somos.
Nuestro planeta es apenas un grano de arena en el universo.