El miedo y la culpa

El miedo y la culpa son las dos grandes emociones primarias que más daño pueden hacernos. Pero como ambas son invenciones mentales, podríamos pensar que con la misma herramienta que las creamos podremos deshacernos de ellas: nuestra mente.

Estas emociones, tienden a aumentar o disminuir la actividad biológica de nues­tro cuerpo: hiperactividad o hipoactividad; euforia o depresión. Y mientras estamos dominados por esos extremos emocio­nales nuestro cuerpo pierde salud porque se desequilibra el sistema metabólico.

La culpa es una emoción que está muy vinculada al miedo, porque nos hace sentir que hemos causado a otros o a nosotros mismos algún daño y en ese reconocimiento está oculto el temor de merecer algún tipo de castigo. Aquí hemos de aprender a cultivar la aceptación teniendo en cuenta que no es lo mismo aceptar que asumir. Cuando asumimos nos consideramos merecedores de la desgracia, porque aunque no seamos conscientes de ello, estaremos admitiendo culpabilidad. Sin embargo, al liberar la culpa reconociendo los acontecimientos de la vida como un proceso para el aprendizaje y no como un castigo y sabiendo que estos se presentan solamente para ser trascendidos; podemos encarar la adversidad con naturalidad y superar los conflictos con más acierto y rapidez.

Por su parte el miedo nos relaciona más con lo venidero, haciéndonos creer que el futuro nos deparará circunstancias difíciles de superar.

Cuando estamos inmersos en la energía del miedo nos perdemos la vida porque nos anticipamos a los posibles acontecimientos futuros y no vivimos el presente, que es lo únicamente auténticamente real.

Podemos temer muchas cosas que interpretamos como diferentes: la enfermedad, la opinión ajena, la guerra, una catástrofe natural... pero miedo solamente hay uno. Tememos únicamente el posible sufrimiento. Y el reto del ser humano es precisamente deshacerse de ese miedo y enfocar la vida como un continuo proceso transitivo.

Solemos movernos por miedo o por amor, sin embargo fácilmente confundimos estos dos conceptos, pues el instinto de supervivencia sigue interponiéndose y confundiéndonos a la hora de establecer nuestra escala de prioridades.

Pero en el estado de evolución en el que ya nos encontramos hemos de utilizar nuestra capacidad mental para dar paso a los dictados del corazón aceptando que es mejor amar la vida que temer perderla. Cuando integramos en nosotros el razonamiento de que somos susceptibles de dejar este planeta en cualquier momento y lo aceptamos, cada instante de inhalación y exhalación se transforma en plenitud vital, en lo único que es realmente la vida: un aliento.

Continuamente aparecen estudios científicos que nos alertan sobre la contaminación acústica, ambiental, electromagnética, la influencia en la salud de incorrectos hábitos alimenticios. Ni que decir tiene que debemos estar informados sobre todo ello y actuar en consecuencia; pero si existen circunstancias que nos impiden llevar a cabo los cambios necesarios, para incorporar a nuestra vida hábitos nuevos, o al hacerlo tuviéramos que provocar situaciones forzadas que contribuyeran a aumentar nuestro estrés; es preferible aceptar la situación en que nos encontremos y esperar que las circunstancias sean más propicias para efectuar esos cambios. Tengamos en cuenta que si además de vivir en un medio contaminado, a esto le añadimos nuestro miedo al daño que ello pudiera provocarnos, estaremos multiplicando los daños y, consecuentemente, esto nos perjudicaría más que la propia fuente nociva.

Es imposible temer algo que se desconoce. Luego entonces, es fácil comprender que lo que tememos es el murmullo de nuestra memoria que proviene del material emocional acumulado de nuestro pasado, y no de una realidad objetiva.

Por otra parte hemos de saber diferenciar el dolor del sufrimiento. La tristeza es un sentimiento legítimo de la condición humana y ésta no tiene porqué contener otros componentes que no sean el dolor. Y este dolor no tiene por qué contener la semilla enfermiza que conlleva el sufrimiento, que es en lo que se convierte una emoción nociva cuando no encontramos la manera de equilibrar el daño que nos produce.

Es lógico que la tristeza se apodere de nosotros durante el tiempo que necesitemos para encajar un hecho doloroso, como puede ser la pérdida de un ser querido y debemos ser compasivos y pacientes con nosotros mismos, concediéndonos el necesario periodo de adaptación.

Al conseguir que esos estados sean serenos y no desequilibradores, estaremos en el camino correcto, ya que sentir no es sinónimo de sufrir. Cuando el sentimiento es sólo eso, y no-sufrimiento, éste no se vuelve en nuestra contra. Ahora bien, hemos de ser muy cuidadosos al observar cómo nuestro cuerpo emocional pretende culpabilizarnos por no estar sufriendo en una situación en la que, según la costumbre, deberíamos estarlo haciendo. Y esto sucede porque habitualmente se nos ha educado en la creencia de que sufrimiento es sinónimo de bondad y nuestra mente no está adiestrada para permanecer en equilibrio cuando se presenta una situación en la que correspondería sufrir y por lo tanto desequilibrarse. Equivocadamente interpretamos que si sufrimos mucho somos buenas personas y queremos más y, si amamos mucho a alguien debemos vivir preocupados. En esa trampa elaboramos nuestra perdición. Pero ya hemos aprendido que el Amor no tiene nada que ver con todo eso.